Páginas

sábado, 5 de enero de 2019

GIBRALTAR: EL ROBO



                Corría el año 1.693 cuando vivíamos inmersos en la que algunos llamaron la Guerra de los 9 años, en la que una alianza formada entre otros muchos por Inglaterra y España, y a la que bautizamos como Liga de los Augsburgo, trataba de parar los pies a las ambiciones de Luis XIV de Francia que se empeñaba en hacer crecer sus dominios a costa de sus vecinos  del Norte y del Este. Y en medio de aquello y como cada año, un convoy de innumerables mercantes se dirige al puerto turco de Esmirna con el fin de comerciar. Su escolta, 30 buques de guerra al mando del almirante Sir George Rooke. Pero una flota francesa que supera el doble de su fuerza y que hasta el momento ha enarbolado pabellón inglés para no levantar sospechas, lo espera junto a la costa del Algarbe portugués. El ataque se produce y los barcos huyen en desbandada, unos regresan al norte, otros con parte de la escolta hacia Madeira; el combate se prolonga por toda la costa gaditana donde los ingleses van tratando de conseguir refugio. Finalmente los últimos huidos comandados por Rooke —o quizá solo era el que más corría— llegan a Gibraltar desde donde su batería de costa les salva la vida haciendo desistir a la flota gala del almirante Tourville que además ya ha apresado a bastantes.
         Fue ésta, según creo, la primera vez que Sir George posó sus pies sobre el Peñón y quizá también cuando, tras ver cómo la flota francesa engañó a la vigilancia y autoridades portuguesas usando bandera británica en sus naves e incluso desembarcando a oficiales con uniforme y habla inglesa, aprendió que el engaño y felonía también podían servir como armas para la guerra. No tardaría demasiado en regresar para pagar el favor recibido de los gibraltareños.

         Tras la muerte de Carlos II sin descendencia, Europa se divide en dos bandos que se disputan en una guerra el trono español. Felipe de Anjou bajo el nombre de Felipe V lo ocupa en virtud del testamento del finado. Acto seguido expulsa de sus dominios a cuantos altos cargos se opusieron a él; entre otros, al virrey de Cataluña, el príncipe alemán Hesse-Darmstadt. Tres años después, en el verano de 1.704, a bordo de la flota angloholandesa y junto al almirante Rooke, se presenta frente a Barcelona donde espera que se produzca el levantamiento de los partidarios del otro pretendiente al trono, el archiduque Carlos de la casa de Austria. Pero el miedo a las represalias del nuevo virrey hace que nadie se mueva. El de Darmstadt desembarca dos o tres mil soldados junto al río Besós y la flota bombardea la ciudad con el fin de presionar, —o solo con el fin de descargar su cabreo al tiempo que los cañones— pero nada ocurre. —De este bombardeo, si no estoy en un error, hay un bonito cuadro en el que los ahora partidarios de defender «la Cataluña esclavizada por la malvada España» se encargaron de pintar las banderas de los buques holandeses con los colores de la española, para que así, alguno se creyera su «historia». Pero en su afán de engañar olvidaron estudiar y pintaron unas banderas rojigualdas que no existirían hasta casi 81 años después—  Algunos de los promotores de aquel buscado levantamiento se ven obligados a embarcar por miedo a lo que venga. Y lo que también viene es una flota francesa que ha partido en auxilio de la ciudad.



         Una vez nuestro almirante se siente fuera de alcance, decide hacer aguada en una tierra rica en manantiales y que los árabes llenaron de molinos. Saqueó, destruyó y quemó lo poco que había quedado tras surtir a sus navíos de cuanto la huída población no pudo llevarse. Hoy ese lugar, de nombre Torremolinos, sigue gustando a los ingleses que lo saquean igualmente, aunque ahora son ellos los que «se queman» en sus playas.

         Continuando rumbo a su escondrijo en los puertos lusos, no pudo el pirata inglés dejar de acercarse a Gibraltar para hacer su pago. Y el primero de agosto de 1.704, —según los historiadores británicos fue unos días antes, pero ya está claro que no— 51 buques ingleses y 10 holandeses, de alto bordo, con 4.000 cañones, 25.000 hombres para atenderlos y 9.000 soldados de desembarco con los transportes necesarios, bloquean  el Peñón. Nada más llegar, desembarcan en Punta Mala —qué bien puesto estaba el nombre— varios miles de hombres al mando del príncipe de Darmstadt que acampan a corta distancia y desde las naves cercanas se realizan disparos, pero más con el fin de meter miedo en el cuerpo que con verdadera intención de dañar.  En previsión de esto, había solicitado el gobernador, sargento general de batalla don Diego de Salinas, los hombres y materiales necesarios para la defensa del lugar, pero poco o ningún caso le hizo el marqués de Villadarias, capitán general de aquella zona. Y cuando esto ocurrió, de la pequeña guarnición de 100 hombres del castillo tan solo había 72, de ellos 6 artilleros y 6 ayudantes para atender los 100 cañones de la plaza que además, en su mayoría, estaban desmontados.
         Hasta el más tonto de allí vió pronto la diferencia de fuerzas y los más y los menos corrieron buscando la manera de esconderse o de al menos hacer como los avestruces y enterar la cabeza bajo tierra para no ver el peligro, lo que muchos intentaron encerrándose en la iglesia de la virgen de Europa. Pero siempre quedan valientes, y de entre ellos, alistó nuestro gobernador a unos 400 paisanos que junto a sus soldados repartió en los puntos sensibles del Peñón, mientras los del archiduque Carlos disparaban intimidando.
         Contaba nuestro poético historiador Ignacio López de Ayala en su «Historia de Gibraltar» allá por el 1782 que, acampado con sus hombres el príncipe de Darmstadt a tiro de escopeta, entregó carta suya acompañada de otra del archiduque, pidiendo el reconocimiento de éste como rey legítimo de España y la entrega de la plaza o se usaría de todas las hostilidades que trae la guerra consigo. A lo que tras reunirse el gobernador con el alcalde mayor y demás autoridades, y al tiempo que se enviaban correos dando noticia de cuanto sucedía, contestaron de esta forma: «que tenían jurado por su rey y señor natural a don Felipe V y que como sus fieles y leales vasallos sacrificarían las vidas en su defensa, la de la ciudad y sus habitantes». —Carta valiente que creo que se conserva y que pasados dos días y tras un nuevo intento que recibió similar respuesta, traería consigo lo que debió parecer la apertura de las puertas del averno—.



         A las 5 de la mañana del domingo 4 de agosto de 1.704, no fueron los gallos ni las campanas de las iglesias quienes despertaron a los gibraltareños, —si es que alguno pudo dormir— sino el horrible e incesante fuego que los treinta buques que Rooke mandó a sus vicealmirantes colocar en línea frente a la ciudad, dejaban salir desde sus negras troneras.  Fueron 6 horas de infierno en las que 30.000 balas de cañón reventaron lienzos de muralla y cuanto en su paso encontraron. —Según nos dejó por escrito el párroco local don Juan Romero, aunque los ingleses hablan de 15.000; pero lo que está claro es que debió ser una autentica lluvia de bolas de hierro de a unos cinco kilos la unidad—. Desembarcaron tropas los ingleses que tomaron el muelle nuevo, tras lo poco que se les pudo resistir. Y visto esto enviaron lanchas a hacer lo mismo con el viejo, cuyos defensores sabiendo lo imposible que sería hacerles frente decidieron abandonarlo y encender las cargas explosivas que habían colocado bajo la torre de Leandro que estaba junto a ellos. Explotó la mina y de tal manera que volando por los aires, se llevó consigo 7 lanchas de ingleses matando a 300 según los nuestros y a no más de 40 según ellos.  —No debió de ser poca cosa, ni debieron coger afecto al sitio cuando a día de hoy, en el lugar donde estuvo la torre y junto a un terreno ganado a nuestro mar, aún podemos ver los restos de una batería a la que llamaron la lengua del diablo— Viendo la imposibilidad de la defensa y temiendo el asalto y saqueo de la ciudad, el gobernador y oficiales deciden ondear bandera de parlamento.

         Cuentan que en una visita que Felipe IV realizaba al Peñón junto a su favorito el Conde-Duque de Olivares, aquel cuya política nos tocara sufrir a todos, y cuando la carroza real pretendió pasar la llamada puerta de tierra, debido a su tamaño le fue imposible.  Se enfadó el valido pidiendo explicaciones al corregidor, a lo que éste sin inmutarse le respondió: «Señor la puerta no se ha hecho para que pasen las carrozas, sino para que no pasen los enemigos».

         No tengo muy claro a quién llamaba enemigo, el corregidor. Pero me temo que no iba a poder cumplir su objetivo mucho tiempo, porque bajo esa misma puerta del castillo morisco que el imperial Carlos mandara fortificar, se aceptan y firman las capitulaciones propuestas por el príncipe. Rendida la ciudad, se permitirá a oficiales y soldados salir con sus armas; se podrán sacar tres piezas de artillería con doce cargas para hacer fuego; se darán raciones de pan, carne y vino para 6 días de marcha; la guarnición saldrá pasados tres días; aquellos que deseen permanecer en Gibraltar mantendrán sus privilegios y religión tras su juramento de fidelidad a Carlos III como su legítimo rey; la excepción será para todos los franceses y demás súbditos del cristianísimo Luis XIV, que quedarán como prisioneros de guerra.

Puerta de Tierra

         Ondeó el príncipe por varias veces el estandarte imperial en nombre del archiduque Carlos que se consideraba legítimo sucesor y rey de España; tras ello, lo fijó  en la muralla declarándole dueño y señor de la ciudad. Apareció entonces el almirante Sir George Rooke acompañado de un tambor, escolta y bandera británica que reemplaza por la del archiduque, aclamando a la reina Ana y tomando posesión de Gibraltar en virtud del tratado de Londres suscrito por los austracistas;  según el cual, ganado el trono para el archiduque, se asignaba a Inglaterra la isla de Menorca, Gibraltar, Ceuta y casi la tercera parte de las indias. —Mucho se perdió con la guerra de sucesión, pero aún más se habría perdido de ganarla el bando que pretendía el trono para Carlos de Austria. En ambos casos la que perdía seguro, era España. —
         La conducta de Rooke fue simple y llanamente un acto de usurpación y así lo vió Austria, según las reclamaciones del Emperador. En el castillo Windsor, no obstante, se acoge esta piratería con los máximos  honores, aunque el Parlamento pone reparos ante lo que le parece impropio y el 29 de octubre se separa del mando de la escuadra al almirante. Pronto se acallan las dudas conforme se empiezan a ver las ventajas.
Como decía nuestro académico Federico García Sanchiz en su «Nuevo sitio de Gibraltar»: «hubo trampa, escamoteo, engaño, estafa, dolo, bribonada, vileza, infamia, robo y matonismo». —Yo diría que se quedó corto—. No obstante, no pareció dolerle mucho al antiguo virrey de Cataluña que aceptó el cargo de  gobernador al servicio de la reina inglesa sin mostrar mucho sufrimiento por el cambio de corona.

En Sagunto, en Numancia y en otros muchos lugares, los españoles prefirieron un  final en sus casas antes que abandonarlas. Aquí, nos cuenta Romero que, el estricto cumplimiento de los mandamientos del catolicismo les impidió el suicidio. —No creo yo que fuera eso, pero demostraron si duda su entrega al servicio del Borbón, considerándolo su rey legítimo y prefiriendo perderlo todo antes que verse bajo dominio de otros—.
El 6 de agosto, el Peñón entre monos y piratas borrachos despide a sus legítimos dueños. Quedan al servicio del nuevo gobernador dos batallones holandeses y 1.800 marineros que pronto se dedican al saqueo de cuanto los gibraltareños dejan, al tiempo que, tras remitir carta a su rey narrando su sacrificio, con el llanto en los ojos y sin conocer rumbo o destino, parten al destierro en procesión que preside aquel pendón que los Reyes Católicos les entregaran en 1.502, aquel que Juana I de Castilla, la que llamaron loca, bordó para la ciudad que habría de ser la puerta de España. Solo su orgullo, su honor y su sangre se llevan, poco más importa.

Pendón entregado por los Reyes Católicos

Solo 12 personas quedan en la secuestrada ciudad, nadie quiere vivir bajo esa bandera. Entre los que permanecen, el párroco de la iglesia de Santa María, don Juan Romero de Figueroa a quien ya hemos nombrado y gracias al que conocemos mucho de lo que podemos contar. Quedó Romero en su parroquia con la intención de protegerla del saqueo y según el mismo nos contó, todas salvo ésta lo fueron, incluso su casa, lo que le obligó a residir en el templo.
Se quedó nuestro cura en el Peñón e incluso se ganó la confianza de los ingleses, pero no por ello se volvió traidor, sino más bien lo contrario, pues aprovechó  bien su tiempo dejando por escrito cuanto ocurría e ingeniándoselas para, saltándose los controles de las puertas, sacar con destino primero a caseríos y cortijos y más tarde a San Roque,  los archivos y  cuantas alhajas e imágenes pudo rescatar. Las camuflaba entre la carga de los españoles que salían tras comerciar con los ingleses e incluso, un San José que por su tamaño era difícil de tapar, pasó la puerta montado a caballo con capa y sombrero como si de una persona se tratara, mientras quien montaba a la grupa se encargaba de sujetarlo.
Duró el trabajo de nuestro improvisado espía, cronista y rescatador nada menos que 19 años, hasta que los genoveses que habitaban el Peñón, los pocos católicos a los que asistía, le denunciaron ante el gobernador, que le hizo expulsar.

No serían estos genoveses los únicos representantes de lo más indigno que poblaría Gibraltar. Pues a pesar de los tratados y amparándose en la no aceptación de extradiciones, salvo en los casos de desertores de los ejércitos, los mismos historiadores británicos reconocen que, se refugió allí la piratería y el hampa con su contingente de presidiarios huidos a los que no cabía reclamar. —Algún insigne hijo de España se aprovechó también de este recurso para salvar la vida años después, cuando triunfó el absolutismo del felón Fernando, como hiciera Gabriel Ciscar o el propio Torrijos, traicionado por un miserable que le hizo creer que Málaga le esperaba y lo que le esperaba era su fusilamiento—.

Nada más pasar el istmo, la trágica comitiva formada por cuantos se marchan se convierte en penoso espectáculo. Unos toman rumbo a las tierras de Málaga; otros se refugian en viñas, cercados o chozas de los montes; lo más terrible, ver a las pobres monjas expulsadas de su retiro que debieron de enfrentarse a zarzas y sendas no trilladas. La mayoría no obstante sigue a sus autoridades recorriendo la bahía sin tener un destino claro. Esto, junto al paso cansado de ancianos y niños, hace que la noche les alcance. El alcalde mayor don Cayo Antonio, quien les guía, como si su nombre fuera una premonición, al llegar a las ruinas de la vieja Libertinorum Carteia decide que ella les acogerá esa noche. Antigua colonia romana que aún siendo la primera fuera de suelo itálico, no pudo proteger a sus moradores y corrieron la misma suerte que ellos, teniendo que abandonarla tras la conquista y saqueo por los vándalos.
Dicen ahora, que el ladrillo que en el año 1.903 encontró un monaguillo de 11 años, no fue más que un engaño con la buena intención de traernos al recuerdo tan tremendo robo, en un tiempo próximo a cumplirse su segundo centenario. Y es muy posible, pero si fue verdad, entonces, en aquella noche del éxodo maldito, Bartolomé Luis Varela, uno de los miembros del concejo que más se negó a firmar el acta de rendición, cansado por el camino, por los días de resistencia, por los acontecimientos vividos y por la incertidumbre del porvenir, tras bañar sus pies en las aguas que el Guadarranque regala a la bahía y seguramente contemplando los incendios de su ciudad allá en la lejanía que se duplican en su corazón y en el reflejo de un mar henchido de naves enemigas, debió llorar sus perdidas como dicen que lo hizo Boabdil, y se sentaría después en alguno de aquellos viejos sillares con que los romanos dieron forma a sus edificios y ayudado por alguna navaja o punzón, gravó toscamente el perfil de aquel Monte de Calpe que nuevamente era ultrajado, una cruz, la fecha y una frase: «Aquí lloré Gibraltar».
Lo cierto es que verdadero o falso, el ladrillo igual que se halló, se perdió. En 1.955 y al retirarlo de la exposición «Gibraltar Español» que se realizó en la Biblioteca Nacional, quedó olvidado en el taxi que lo trasladaba junto a las autoridades locales, por cuya negligencia hoy no lo podemos contemplar.

Ladrillo de Varela

Comenzaban junto a estas nobles ruinas unas tierras en ascendente pendiente, todas ellas plantadas de viñas y en mitad de ellas una ermita a la que se había dado la advocación de San Roque. Fue aquí, junto a la ermita, donde pasados casi dos años y reunido de nuevo el concejo, se decidió dar principio a la ciudad que sustituiría a la de Gibraltar y allí, se reunirán cuantos quedaron repartidos por los cortijos, chozas y cuevas de la zona, huyendo de los ingleses, genoveses y otros inicuos pobladores del Peñón, que no contentos con cuanto habían logrado, como si de berberiscos se tratara, se dedicaban a salir para saquear y robar a las familias desterradas. Allí construirán sus nuevas vidas, mientras se suceden los distintos intentos por recuperar la roca y continúan repitiéndose los ultrajes, trampas y felonías de sus piratas usurpadores, en la seguridad que da el grupo y custodiando el Pendón hasta que pueda regresar al lugar que los católicos reyes le dieran.
Por todo ello y desde entonces el rey de España dice: «Mi ciudad de Gibraltar, que está en San Roque».

El actual San Roque con Gibraltar al fondo


1 comentario: