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jueves, 1 de diciembre de 2016

LA EMPRESA DE INGLATERRA (Mal llamada Armada Invencible)

Parece estar de moda mostrar en público nuestro desconocimiento de la historia, —eso cuando no nos empeñamos en cambiarla al gusto; — Y es que no paro de encontrar afirmaciones sobre tal o cual hecho histórico, a cual más increíble. Hace unos días fue que el muro de Berlín estaba en América separando a ricos y pobres, y hoy otra barbaridad sobre la “Armada Invencible”. No voy a explicaros dónde está Berlín, así que trataré de narrar, de la forma más escueta posible —cosa harto difícil —, qué ocurrió en esa empresa de nuestra armada. Dudo realmente que sirva para ayudar a esos que nadan en tan grande ignorancia, pues no creo que se molesten ni tan siquiera en leer; no obstante y con el fin de ayudar a quien lo busque, he aquí el flotador que les lanzo.
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Estábamos atravesando eso que alguien unos doscientos años más tarde llamaría “siglo de oro” y aunque dicen que lo hizo al referirse a la poesía, yo creo que más bien pensaba en el que se malgastó tratando de mantener una iglesia que, al menos en el resto de Europa, no parecía tener ganas de quedarse. Éramos los dueños de medio mundo, gobernado por un rey que entre sus muchas virtudes no contaba con la de la tolerancia religiosa, por lo que real que llegaba de América, real que se empeñaba para defender la fe a mamporros. “No quiero ser rey de herejes aunque pierda todos mis estados”, fue lo que dijo un día, y con eso queda claro por qué los terminamos perdiendo. Enfrascados en guerras por toda Europa no prestamos la suficiente atención a una diabla pelirroja que habitaba la isla que está al norte; la jodida Isabel I que no paraba de regalar patentes de corso a cuantos piratas quisieran hacernos la vida imposible, y que al tiempo que nos ponía buena cara, procuraba financiar y apoyar a los que se levantaban en Flandes.
Al bueno, o malo —que eso es cuestión de gustos— de Felipe II se le inflaron un poco, y decidió poner fin a tanta osadía poniendo en marcha lo que llamó “La empresa de Inglaterra”, que básicamente consistía en crear una gran armada que cargada con nuestras tropas llegara hasta la mismísima torre de Londres enseñándoles modales.


El más grande de los marinos de la época, don Álvaro de Bazán, se encargó del proyecto. Tras un primer diseño rechazado por no llegar los cuartos, en 1588 comienza a reunirse en la desembocadura del Tajo la que será llamada “Grande y Felicísima Armada”, que lastimosamente, incluso aquí, llamamos hoy “Armada invencible”, después de que algún hijo de la gran Albión con ganas de cachondearse  se encargara de rebautizarla; ¿qué le vamos a hacer?, en esta España nuestra siempre hemos sido de quedarnos con lo de fuera antes que con lo propio. Hace más de un año de la primera idea y los ingleses que ya tienen conocimiento de lo que se pretende, fabrican barcos como locos para hacernos frente, al tiempo que repentina y un tanto misteriosamente, don Álvaro, nuestro almirante, el temido por los ingleses, enferma y muere. ¿Blanca mano venida de más allá del canal?
Los mejores están en la empresa, cualquiera puede mandarla de sobra, pero esto es España y sin Bazán todos se van a empeñar en tener la razón. El problema es pequeño pues está claro que Dios está con nosotros que sólo queremos restablecer la verdadera fe. Así que nuestro magno rey Felipe, el segundo, pone al mando a Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina-Sidonia, quien dice no tener ni idea del arte de la guerra ni mucho menos de navegar y que además, se marea. Pero Alonso es duque, lo que le da la valentía y el conocimiento necesarios para cualquier empresa y como ya he dicho la victoria o derrota sólo depende de Dios y no de esas menudencias.

Al final de mayo de ese año la Grande y Felicísima Armada pone rumbo a Finisterre, con unos víveres que se pudrirían antes de abandonar las aguas propias, —alguno hizo fortuna vendiendo como alimento de marinos lo que era malo para los cerdos—, con la cuarta parte de los barcos que en principio proyectara Bazán, anticuados y preparados para la navegación en el Mediterráneo y no en el mar del Norte. Los planes han cambiado también, en lugar de transportar un ejército desde España, se dirigen a Flandes dónde se embarcarán los Tercios que allí se encuentran, y al mando de Farnesio invadirán la isla de los herejes.
El 30 de julio 122 barcos se acercan al canal, se nos han quedado 8 por el camino, lo que nos da una idea de en qué vamos montados, de ellos sólo aproximadamente la mitad son de guerra y de éstos, sólo 20, galeones modernos, el resto transportes. Al acercarnos a la costa descubrimos que la flota inglesa que nos supera en número aunque no en potencia de fuego, ni mucho menos en redaños, está fondeada en la bahía de Plymouth. Y aquí surge el primer problema; nuestros hombres de mar y guerra dicen que hay que aprovecharse de su falta de maniobrabilidad ahí dentro, y machacarlos a todos ahora que tenemos el viento a favor. Pero la sapiencia que da un ducado o la falta de lo que a los marinos les sobra, hace que el de Medina-Sidonia ordene continuar rumbo a Flandes.
La flota inglesa, unos 190 barcos en total, con sus 34 galeones modernos en cabeza nos sigue de cerca. Navegamos en formación de media luna, con los galeones en el exterior defendiendo y el resto en el centro con el duque bien protegidito. Pronto nos dimos cuenta que los ingleses hostigaban desde lejos con pequeños cañones de largo alcance, pero no se acercaban a tiro de los nuestros que tenían más genio pero peor vista; y cuando algunos galeones detenían su camino a fin de hacerles frente, los hijos de Isabel I rehuían el combate, lo que irritaba a los nuestros que hasta alguna palabrilla aprendieron en la lengua de Britania para despacharse a gusto. Era imposible alcanzarlos con nuestras andanadas que caían al agua antes de llegar, y una lluvia de hierro se nos venía encima cada vez que hacían fuego. Pero era de tan pequeño calibre y tan lejana que en los 7 días que entre disparos se tardó en llegar a la costa de Calais donde se fondeó, sólo se sufrió la baja de dos barcos; uno por la accidental explosión de su santabárbara, y el segundo por colisionar contra otro. El duque decidió abandonarlos a su suerte, que lógicamente fue para sus ocupantes el filo de las cuchillas inglesas y puso a marinos y oficiales en contra de su jefe.
Fondeados en aquellas aguas, el de Medina-Sidonia envió mensajes a Alejandro Farnesio para que procediera al embarque de las tropas. Pero ni los hombres ni los pertrechos estaban aún en disposición de hacerlo, y además, no pensaba poner en peligro a sus tercios en una maniobra tan arriesgada mientras no se limpiara la costa de las naves enemigas que acechaban. Esa misma noche y aprovechando el viento favorable, los ingleses lanzan 8 embarcaciones en llamas y cargadas con pólvora contra la armada, que tras conseguir desviar sólo a dos de ellas, se ve obligada a levar anclas incluso cortando los cabos y perdiéndolas en muchos casos. Con esto se evitó un mal mayor y ningún barco sufrió daños.
La mañana del día 8 los vientos contrarios habían dispersado la flota y los ingleses aprovecharon para acercarse a aquellos que se encontraban más aislados. Las prisas en la fabricación de nuestros cañones, o el robar unos reales,  hicieron que éstos fueran defectuosos en gran número y estallaban por los aires llevándose por delante a cuanto hijo de vecino se encontraba cerca. Además nuestra idea de guerra entre barcos era anticuada e igual a la de tierra; se soltaba una andanada y después se abordaba al enemigo como el que asalta un castillo, por lo que nuestros cañones no estaban pensados para un segundo disparo y montaban cureñas pesadas de sólo dos ruedas que  hacía muy difícil recargar en combate. Los ingleses que temían a nuestras espadas nunca permitieron el cuerpo a cuerpo, por lo que la mayor parte de la lucha hubo de ser a base de fuego de culebrinas de largo alcance, en lo que nos superaban en casi cinco a uno. No obstante el duque mandó aguantar la formación al resto de la flota y no acudir a los puntos de lucha, lo que para algunos fue acto de cobardía. —Aunque con las herramientas que teníamos para jugar, no sabemos si no fue lo mejor—. El día siguiente, la que para los ingleses es su gran victoria en la batalla naval de Gravelinas, había terminado con tan sólo la perdida de tres barcos y no habría ya más lucha. Una tormenta arrastraba nuestras naves contra las playas de Zelanda donde se perderían  encallando, pero cuando todo se pensaba perdido, Dios se acordó de que un montón de españolitos creían luchar en su nombre e hizo rolar el viento, lo que permitió salir de nuevo a mar abierto.
El duque reúne a sus capitanes porque no sabe qué hacer. Los vientos no permiten a nuestros anticuados barcos regresar al punto de encuentro con las tropas de Flandes, y la falta de anclas en muchos de ellos impide fondear de nuevo. Unos quieren buscar puerto más al norte donde esperar hasta que se pueda hacer lo previsto, otros plantar cara a los ingleses con lo que se tenga; pero Alonso Pérez de Guzmán, el VII duque de Medina-Sidonia, cansado del mar y de la guerra que no le gustan, dice que las órdenes eran embarcarlos donde no se ha podido y que por tanto se regresa a España.
Ni el viento ni la flota inglesa nos permiten volver por donde vinimos, así que con una armada compuesta por multitud de tipos diferentes de embarcaciones, salvo los galeones todas ellas pensadas para las tranquilas aguas mediterráneas y no las del mar del Norte, nuestro almirante en funciones manda rumbo norte con la terrible intención de rodear las islas. Los ingleses no se lo pueden creer, no les queda ni una libra de pólvora con la que dispararnos y el miedo hacía días que los tenía levantando barricadas en el Támesis, pero los españoles se van para no volver.
Las próximas semanas fueron terribles, la falta de agua para la travesía que se esperaba, hizo al duque ordenar lanzar por la borda a los caballos que podrían haber servido para paliar el hambre que más tarde vino. Las continuas críticas de los militares a su mando, hicieron que mandara colgar del palo a uno de sus capitanes para calmar a los marinos y que él mismo, según decía, se sintiese enfermo. Tenía prisa, no quería saber nada más de la expedición y quería terminar cuanto antes, así que cuando ocurrió lo que ya se había visto antes y los barcos más lentos o peor preparados para aquellas aguas comenzaron a quedarse atrás, tiró del dicho popular ese de que cada perro se las apañe por su cuenta y  sin mirar atrás continuó camino con los pocos que podían seguir su estela.
Dijo Felipe II una vez acabó todo, que había mandado sus naves a luchar contra el enemigo, no contra los elementos. Y es que ni el lema de la armada que decía “Álzate Señor y defiende tu causa”, ni el diario rosario obligado por ley en todos los barcos, sirvieron para calmar las tempestades que en las siguientes semanas y entre la costa norte de Escocia y la sur de Irlanda, dieron con 24 (hay quien dice que hasta 30) de nuestras naves en las piedras; desde donde destrozadas vomitaban a los pocos supervivientes que conseguían mantenerse a flote y nadar hasta tierra. Tierra plagada de ingleses que pasaban a cuchillo a los pobres desgraciados que ansiaban pisarla. Los irlandeses, (al menos los católicos), esperaban nuestra llegada que les ayudaría a librarse del yugo que sentían, pero sólo pudieron ver cómo a unos de los nuestros los destripaban indefensos y otros se ahogaban sin remedio. Al contrario que nosotros, en aquellas rocosas costas, ellos aún hoy los recuerdan y homenajean de vez en cuando.

Las cifras en esto de la historia son siempre un lío en el que no se ponen de acuerdo, —cosa muy española—, por lo que por lo menos yo, no tengo claro cuántas fueron las embarcaciones que a lo largo de septiembre y octubre fueron apareciendo en nuestros puertos cántabros. Lo que sí está claro es que nuestro señor duque, don Alonso Pérez de Guzmán, con bastantes menos redaños que aquel su antepasado de Tarifa al que llamaron “El Bueno”, fue el primero en aparecer; y con una fuerte depresión y sin esperar nada, huyó del problema refugiándose en sus  dominios andaluces donde se afanó en olvidarlo todo.

Claro está que no ganamos aquella empresa, como a pesar de los intentos de la pelirroja por evitarlo se dijo durante largo tiempo en las tierras de nuestro vecino francés, —extraño con lo mal que nos querían,— y claro está también que el genio de Poseidón lo puso difícil. Pero aún está más claro que ésa a la que la pasividad española y la leyenda negra nos han obligado a llamar Armada Invencible, estaba ya perdida desde el momento en que nuestro buen Marques de Santa Cruz don Álvaro de Bazán murió preparando algo a lo que el resto de España, empezando por el rey, no dedicó más esfuerzos que los de un montón de rosarios.

No tardaron ni un año los ingleses en presentarse en nuestras costas con una flota aún más grande, ellos decían venir a destruir cuantos barcos se reparaban en nuestros puertos y a tomar Lisboa, pero yo creo que venían a por lo que no pudimos darles en el canal. Y ya se encargó María Pita, en La Coruña, de pagarles, o más bien pegarles, cuanto les debíamos y devolverlos a su casa con el rabo entre las piernas. Pero ésa, que fue la mayor derrota naval de la historia inglesa, a la que llamamos “Contra Armada”, haré como ellos y me la callo, o la dejo para otro día.