Aprovechaba
la tarde de descanso repasando algo de la siempre revuelta historia de nuestra
edad media y más concretamente ojeando lo relacionado con la reconquista de la
ciudad de Úbeda. —Alguno dirá que de reconquista nada, que no existió una
conquista previa, o que no hubo continuidad en la acción y no se puede
denominar así al ocurrir no sé cuantos siglos después, o cualquier otra cosa
por el estilo; tache pues éste lo de reconquista y ponga toma, conquista,
asalto o hasta genocidio si así le place, que tan al uso está ahora y no
alterará lo fundamental de nuestra historia— Y en algún lugar de ese caos que
formo con un montón de pestañas abiertas en mi ordenador y tres libros
alrededor del teclado, leo sobre la aparición de Rodrigo Díaz de Vivar 'El Cid' en el campamento de su señor Alfonso VI a las puertas de Úbeda en el año 1091.
Rodrigo no debería de estar allí, debería de estar sitiando la ciudad de Liria
que se niega a pagar las parias que debe y esto no le hace ninguna gracia al
rey a pesar de que es la reina Constanza la que convence al Cid para que se
una a la expedición que su marido realiza contra los almorávides y que así éste
le perdone. Dicen que fue entonces cuando al hincar la rodilla ante el monarca,
éste, enojado y sabiendo que no estaba su vasallo donde debía, le preguntó: «pero, ¿por dónde andáis Rodrigo?» a lo que el Cid contesto: «ando por los cerros de Úbeda mi señor».
Poco o nada hay dónde confirmar
que así fuera y aquí naciera la conocida expresión de «andar por los cerros de Úbeda» y desde ese punto se trasmitiera hasta nuestros días. Pero no fue así como lo
aprendí ni como lo encontré por primera vez, así que mejor aprovechamos el momento y cuento mi versión.
Terminada
la famosa batalla de las Navas de Tolosa, Alfonso VIII tiene ganas de más. Hace
menos de un año que su hijo el heredero Fernando de Castilla ha muerto tras
regresar de una partida contra el castillo de Salvatierra; las Navas ha sido
suficiente para paliar el desastre de Alarcos, pero los almohades huyen
descontrolados y es el momento de acabar con ellos. Siguiéndolos hacia el sur, las tropas cristianas llegan a la ciudad de Baeza, pero ha sido abandonada, por
lo que continúan hacia Úbeda. Allí, encuentran refugiados hasta cuarenta mil
moros. —según nos cuenta más de trescientos cincuenta años después, en su descripción
de la batalla, Gonzalo Argote de Molina. Pongamos que eran veinte mil, que ya
son bastantes; si leemos a Francisco de Rades y Andrada, el cronista de la
Orden de Calatrava, seguramente serán más— El ímpetu con que los cruzados
asaltan las protecciones de la ciudad, unido al miedo que ahora campa entre los
almohades, hacen que en el primer choque la ciudad sea desamparada y sus defensores se refugien en el alcázar. Desde allí se ofrece al rey de Castilla un pago de
mil veces mil maravedíes, vasallaje de por vida y el pago de parias anuales.
Alfonso está contento, en pocos años se ha pasado de estar acosado por los almohades
y con miedo de que puedan atacar Toledo, a tenerlos suplicando por sus vidas y
dispuestos a pagar por ellas; quiere aceptar la oferta. Pero, como dijera aquel
insigne hidalgo: «con la iglesia hemos dado…» Desde que Alfonso diera inicio a la campaña ha mostrado digamos, mucha
tolerancia a perdonar la vida a los moros e impedir el saqueo; si no hay
saqueo, no hay botín y esto ya hizo marcharse a muchos de los cruzados venidos
del otro lado de los pirineos. Esta vez es el propio arzobispo de Toledo,
Jiménez de Rada, el que hace ver al rey que no es él quien decide, si no que se
trata de un mandato del Papa Inocencio III; —que no pasaría a la historia
precisamente por su inocencia, si no que le pregunten a los cátaros— que el fin
de la cruzada es la expulsión de los enemigos de Dios y no su vasallaje y será
excomulgado de no seguir el mandato divino. El rey manda asaltar el alcázar y
el día 24 de julio de 1212, se abre brecha y se toma la
fortaleza; todos aquellos que no mueren son hechos cautivos, las riquezas
saqueadas y alcázar y defensas destruidas.
Dice Argote de Molina que el rey
castellano hizo allí cien mil prisioneros, pero yo creo que los números no
estaban entre las muchas cualidades del historiador. Fueran los que fueran, ya
se encargó nuestro arzobispo de darles trabajo en la construcción de la nueva
fortaleza de Calatrava, quien en ausencia del monarca tomó el mando de cuanto
allí se continuó haciendo.
Dos años más tarde, el hambre y
la peste se han cebado de tal manera con aquellas tierras, que Úbeda es
abandonada a su suerte. Los seguidores de Mahoma se apoderarán de ella nuevamente
y repararán sus defensas.
Tuvieron que pasar unos veinte
años para que otro rey, esta vez Fernando III, nieto del anterior, estuviera a
las puertas de Úbeda. —Digo «unos veinte», porque a día de hoy aún siguen dando
vueltas, los estudiosos de la historia, a si fue en 1233, 1234 ó incluso 1235
para algunos. Yo haré caso hoy a Argote, quien nos ha servido bien, hasta
ahora, en nuestra historia y me quedaré con 1234; aunque me duela ignorar al
maestro Ramón Menéndez Pidal que es de los que se quedan con el año anterior. Pero lo cierto es que, para lo que nos ocupa, tanto nos da una fecha como la
otra y lo mismo nos daría incluso aunque la pusiéramos en eso que llamaban «Era
hispánica» que a fin de cuentas es lo que usaban en la época— El imperio
Almohade está desecho, las ciudades se revelan desde aquella batalla de Las
Navas y los cristianos aprovechan esa debilidad haciéndolas sucumbir a la
espada u obligándolas al vasallaje y a sufragar con sus parias las guerras
contra los que antes fueron hermanos.
Junto a San Fernando, y ante las
murallas, a pesar de que hace años que cumplió los sesenta, nos volvemos a
encontrar a don Rodrigo Jiménez de Rada, Arzobispo de Toledo y ahora también
Canciller mayor de Castilla; lleva una vida obligando a los herejes a
encontrarse con Dios, por las buenas o por las malas, y ahora que todo avanza
tan rápido no será él quien se aparte del trabajo. Tras ellos, sus capitanes y
entre los primeros, un tal Álvar Fáñez ‘el Mozo’ que mira con atención a las murallas.
La ciudad es fuerte, con los años
ha mejorado sus defensas y no será fácil el asalto. San Fernando, ‘Martillo de
la Reconquista’, decide, al igual que antes ha hecho con otras, ponerle sitio y
rendirla por hambre. Llevan unos años haciéndolo, Álvar lo sabe bien pues ha
acompañado al rey en todas sus últimas campañas. Por dos veces han puesto sitio
a la ciudad de Jaén, que tarde o temprano caerá. La taifa de Baeza es ya historia y ese tonto
que se creía emir fue ajusticiado por sus tratos con cristianos. Es cierto que
hubo algún momento de tensión en incluso la guarnición que quedó allí debió
protegerse en el alcázar, pero eso ya pasó hace unos años y ahora Baeza está
llena de vida con las caras de la nueva gente que, al igual que un día lo harán
a Úbeda, han llegado desde Castilla, León, e incluso desde lejanos puntos de
los reinos de Aragón y de Navarra; grandes son los privilegios que el rey concede
y eso atrae a siervos de todas partes. Y entre todas esas gentes venidas del
norte o quizá entre los oriundos de aquella tierra estaba, según se cuenta,
alguna moza que había hecho perder la sesera a nuestro capitán.
Úbeda espera el socorro, pero los
que podrían hacerlo están lejos, y los pocos que hay cerca, bastante tienen con
preocuparse de sí mismos. Los meses pasan y dentro de la ciudad el hambre y la
desesperación se apropian del pensamiento de sus pobladores. Fuera los
sitiadores se desesperan y sufren también las carencias que un ejército
acampado crea en su entorno. ‘El Mozo’ se inquieta, ha perdido la cuenta de los
meses que llevan allí paseando frente a aquellos muros y viendo cómo, de vez en
cuando, alguna flecha solitaria vuela desde la ciudad buscando algún despistado
que como él se haya acercado más de la cuenta. Así cree haber oído que mataron,
no hace muchos años, a un rey inglés al que le gustaba yacer con hombres y que
por ello no dejó heredero. Lo gracioso es que además cuentan que el rey
recompensó al ballestero; no será él quien recompense a quien le mate. No
aguanta más, hace meses que no la ve y aquí no pasa nada; se ausentará por unos días.
Los defensores de la ciudad ven
con impotencia que no habrá socorro a su situación, nadie acudirá en apoyo ni
se podrían introducir víveres si los hubiese, aguantar más, sólo servirá para
enterrar a más en una tierra que al final será de infieles; piden a Fernando
III capitulaciones. El rey convoca a sus capitanes a fin de tratar las
exigencias o concesiones que se darán a la guarnición de la plaza, con la
sorpresa de ver que Álvar Fáñez, quien tan fielmente le ha servido siempre,
está ausente del campamento. Se
respetará la vida de toda la población y se permitirá a cuantos así lo quieran
abandonar la ciudad llevando consigo los bienes que puedan transportar y bajo la
protección cristiana hasta la ciudad que deseen.
Días más tarde, —el 29 de
septiembre de 1234, día de San Miguel Arcángel, patrón de Úbeda, según nuestro
amigo el historiador y militar Gonzalo Argote de Molina— la plaza de Úbeda
rinde sus puertas y muchos de sus pobladores ponen rumbo a Jaén donde años más
tarde volverán a ser sitiados.
Pasado lo protocolario de la
entrega y hallándose el rey Fernando III en el Alcázar junto a sus
capitanes, apareció polvoriento por la galopada del camino Álvar Fáñez ‘el
Mozo’, aquel que había estado ausente. El rey lo miró y pregunto: «¿dónde
estabais capitán?» —«por los cerros de Úbeda mi señor».
Pocas pruebas o fuentes fiables
tenemos de esto, o más bien ninguna, ni de que fuera el Cid, ni de que fuese
Fáñez quien dio origen a eso tan conocido de «andar por los cerros de Úbeda», o
incluso que, como cuentan otros, fuese en la primera toma de la ciudad y bajo
las ordenes de Alfonso VIII dónde sirvió o más bien se despistó Álvar Fáñez, dando origen al dicho popular. Pero lo que sí parece bastante probable, viendo
las coincidencias, es que hubo un rey a las puertas de una ciudad musulmana y
un vasallo que en lugar de estar donde debía, se fue por los cerros de Úbeda.