Desde siempre, cada vez que ha
llegado a nuestras casas la Navidad, hemos escuchado comentarios sobre si ésta
o aquella otra costumbre es la más española, o hemos visto cómo nuestro vecino
desprecia tal cosa por ser, según él, foránea o anglosajona. Incluso comprobamos, sobre todo
últimamente, cómo algunos plenos de ayuntamientos gastan su tiempo, ese que
tienen para solucionar nuestros problemas, en discutir qué costumbre es la que deben
o no seguir; para después saltárselas todas para no herir sensibilidades, sin
duda excesivamente sensibles.
No podremos solucionar esto ni aquí
ni ahora, pero si veamos al menos de dónde nos sacamos eso del árbol y el belén
y cuál de ellos, si es que alguno lo es, es costumbre nuestra.
Contaba
Henry Van Dyke en su libro “The First Christmas Tree”, (El primer árbol de
navidad) y otros muchos en otros muchos sitios, que San Wynfrith, —San
Bonifacio para los que no entendemos de esto— patrón de los cerveceros, —ése sí
que es un dato importante— al que se considera mártir inglés, estaba allá por
el principio del siglo VIII tratando de sumar para la fe romana a los paganos frisones y sajones, mientras aquí don Pelayo se las ingeniaba para intentar bajar de su montaña. Y que un buen día se enteró que con motivo del solsticio de
invierno, pensaban hacer un sacrificio bajo un roble que creían sagrado. —Cosa
muy común por aquellos tiempos, la de otorgar poderes mágicos a un árbol, y no
tan rara hoy en día; basta con ver el Carballo de Santa Comba de Pías, en la
Coruña o el más famoso árbol de Guernica, ambos robles, por cierto—. Harto de
ver como se arremolinaban alrededor del árbol para estas salvajadas, tomó un
hacha y se encaminó hacia el lugar. Y parece ser que, a pesar de las
advertencias de los allí reunidos sobre los castigos que los dioses derramarían
sobre él, comenzó a propinar tajos al tronco hasta dar con la tan robusta
planta en el suelo, donde más tarde le prendió fuego consumiendo cuanto podía
arder en el lugar.
Sólo
un pequeño abeto sobrevivió. Y Bonifacio —que por aquel entonces aún no era
santo—, cayó en el mismo error que aquellos a quienes trataba de enseñar.
Consideró la incombustibilidad de la conífera una señal de Dios, lo llamó árbol
del niño Jesús y permitió que los supuestos nuevos cristianos se reunieran bajo
él. Error de Bonifacio que sólo ayudó a que años más tarde Carlomagno aún
siguiera por aquellas tierras cortando robles sagrados. —Pero no era el único.
En nuestra España, ya desde los primeros años de romanización, se venían
prohibiendo esas prácticas y aún en el año 693, en el XVI concilio de Toledo
podemos ver que se pena al que rinda culto a los lugares sagrados de los
árboles. Está claro que algunos se escaparon—.
Así
pues, de una o de otra forma, en Europa, sobre todo en la del norte, se siguió
rindiendo culto a los árboles o alrededor de ellos; aunque cada vez más abetos
y menos robles. Y fue ya por el siglo XVI cuando el amigo Lutero —aquel que
trató de fastidiar al Papa el chollo de vender indulgencias a precio de oro
para pagar su Basílica de San Pedro—, impulsó la costumbre de adornar el árbol: manzanas para simbolizar el pecado original y velas para la luz de Cristo.
Lutero
y sus seguidores no caían del todo bien en la España de los Austrias, por lo
que no es raro que se considerara cosa hereje y extranjera eso del arbolito; y
no fue hasta 1870 cuando en Madrid, en el palacio del Marqués de Alcañices, la
esposa de éste, una princesa de origen ruso, puso el primer árbol de navidad en
nuestro país.
Y
en cuanto al belén: Parece ser que fue al primero de los Franciscanos aquel a
quien, allá por el principio del siglo XIII, se le ocurrió representar el
nacimiento de Cristo, y lo hizo en forma de belén viviente, tras conseguir que
el Papa Honorio III, entre cruzada y cruzada, le diese su aprobación. Siguieron
las órdenes franciscanas con estas representaciones y alrededor de doscientos
años después, en la tierra de Nápoles, cambiaron a los personajes reales por
figuras de barro. Se convirtió ésta, en una costumbre que rápidamente imitaron
todas las iglesias y monasterios y que poco a poco fue copiada por la
aristocracia deseosa de ver también en sus palacios aquellas representaciones
que cada vez se hacían con más personajes.
Se
propagó a toda Europa, incluida Inglaterra donde años después al decidir Enrique
VIII enfadarse con el Papa porque no le dejaba hacer lo que se le venía en
gana, se prohíben y se queman los belenes; hasta el punto de que en 1.601 sale
a la luz un decreto por el que se condena a muerte a aquel que no cumpla la
prohibición. En la España peninsular, si bien cuentan que ya desde 1.471
existía un taller de figuras en Alcorcón, no es hasta la llegada de Carlos III
que desde Nápoles se trae su afición, cuando se difunde, alcanzando el resto
del imperio en poco tiempo, movidos todos por su deseo de copiar a la nobleza.
Si
bien lo del árbol parece tener origen cristiano tratando de tapar un culto que
no lo era tanto, no gustaba aquí mucho por aquello de ser fomentado por el
hereje Lutero y el sólo hecho de que el belén no fuese del agrado de los hijos
de la pérfida Albión ya nos hacía sentirlo más nuestro, y aunque nacido en
Nápoles, tierras de la corona eran a fin de cuentas, por lo que fácil es
entender por qué siempre se dijo que lo español es el belén y no el árbol. Pero
la verdad es que, si no queremos tener duda de que la celebración la hacemos al
modo español, lo mejor será ir a la Misa del Gallo, que desde que en el siglo V
el Papa Sixto III la instauró, de una u otra forma y en menor o mayor medida,
se ha celebrado cada año en las tierras de nuestra España. Por cierto que nada
tiene que ver con ningún gallo, sino tan sólo con que los romanos llamaban así,
“el gallo” o “el canto del gallo” al momento en que se pasa de un día al
siguiente, o sea, las doce de la noche.
Si
lo que se pretende es buscar el adorno no religioso, la parte civil o laica de
la fiesta, me temo que será difícil, téngase en cuenta que lo que se conmemora,
aunque nos podamos equivocar en las fechas, es el nacimiento de Cristo, no el
solsticio de invierno. Para eso otro, mejor nos buscamos un roble.