Corría
el año 1.693 cuando vivíamos inmersos en la que algunos llamaron la Guerra de
los 9 años, en la que una alianza formada entre otros muchos por Inglaterra y
España, y a la que bautizamos como Liga de los Augsburgo, trataba de parar los
pies a las ambiciones de Luis XIV de Francia que se empeñaba en hacer crecer sus
dominios a costa de sus vecinos del
Norte y del Este. Y en medio de aquello y como cada año, un convoy de
innumerables mercantes se dirige al puerto turco de Esmirna con el fin de
comerciar. Su escolta, 30 buques de guerra al mando del almirante Sir George
Rooke. Pero una flota francesa que supera el doble de su fuerza y que hasta el
momento ha enarbolado pabellón inglés para no levantar sospechas, lo espera
junto a la costa del Algarbe portugués. El ataque se produce y los barcos huyen
en desbandada, unos regresan al norte, otros con parte de la escolta hacia
Madeira; el combate se prolonga por toda la costa gaditana donde los ingleses
van tratando de conseguir refugio. Finalmente los últimos huidos comandados por
Rooke —o quizá solo era el que más corría— llegan a Gibraltar desde donde su
batería de costa les salva la vida haciendo desistir a la flota gala del
almirante Tourville que además ya ha apresado a bastantes.
Fue ésta,
según creo, la primera vez que Sir George posó sus pies sobre el Peñón y quizá
también cuando, tras ver cómo la flota francesa engañó a la vigilancia y
autoridades portuguesas usando bandera británica en sus naves e incluso
desembarcando a oficiales con uniforme y habla inglesa, aprendió que el engaño
y felonía también podían servir como armas para la guerra. No tardaría
demasiado en regresar para pagar el favor recibido de los gibraltareños.
Tras
la muerte de Carlos II sin descendencia, Europa se divide en dos bandos que se
disputan en una guerra el trono español. Felipe de Anjou bajo el nombre de
Felipe V lo ocupa en virtud del testamento del finado. Acto seguido expulsa de
sus dominios a cuantos altos cargos se opusieron a él; entre otros, al virrey
de Cataluña, el príncipe alemán Hesse-Darmstadt. Tres años después, en el
verano de 1.704, a bordo de la flota angloholandesa y junto al almirante Rooke,
se presenta frente a Barcelona donde espera que se produzca el levantamiento de
los partidarios del otro pretendiente al trono, el archiduque Carlos de la casa
de Austria. Pero el miedo a las represalias del nuevo virrey hace que nadie se
mueva. El de Darmstadt desembarca dos o tres mil soldados junto al río Besós y
la flota bombardea la ciudad con el fin de presionar, —o solo con el fin de
descargar su cabreo al tiempo que los cañones— pero nada ocurre. —De este
bombardeo, si no estoy en un error, hay un bonito cuadro en el que los ahora partidarios
de defender «la Cataluña esclavizada por la malvada España» se encargaron de
pintar las banderas de los buques holandeses con los colores de la española,
para que así, alguno se creyera su «historia». Pero en su afán de engañar olvidaron estudiar y pintaron unas banderas
rojigualdas que no existirían hasta casi 81 años después— Algunos de los promotores de aquel buscado
levantamiento se ven obligados a embarcar por miedo a lo que venga. Y lo que también
viene es una flota francesa que ha partido en auxilio de la ciudad.
Una
vez nuestro almirante se siente fuera de alcance, decide hacer aguada en una
tierra rica en manantiales y que los árabes llenaron de molinos. Saqueó,
destruyó y quemó lo poco que había quedado tras surtir a sus navíos de cuanto
la huída población no pudo llevarse. Hoy ese lugar, de nombre Torremolinos,
sigue gustando a los ingleses que lo saquean igualmente, aunque ahora son ellos
los que «se queman» en sus playas.
Continuando
rumbo a su escondrijo en los puertos lusos, no pudo el pirata inglés dejar de
acercarse a Gibraltar para hacer su pago. Y el primero de agosto de 1.704, —según
los historiadores británicos fue unos días antes, pero ya está claro que no— 51
buques ingleses y 10 holandeses, de alto bordo, con 4.000 cañones, 25.000
hombres para atenderlos y 9.000 soldados de desembarco con los transportes
necesarios, bloquean el Peñón. Nada más
llegar, desembarcan en Punta Mala —qué bien puesto estaba el nombre— varios miles
de hombres al mando del príncipe de Darmstadt que acampan a corta distancia y
desde las naves cercanas se realizan disparos, pero más con el fin de meter
miedo en el cuerpo que con verdadera intención de dañar. En previsión de esto, había solicitado el
gobernador, sargento general de batalla don Diego de Salinas, los hombres y
materiales necesarios para la defensa del lugar, pero poco o ningún caso le
hizo el marqués de Villadarias, capitán general de aquella zona. Y cuando esto
ocurrió, de la pequeña guarnición de 100 hombres del castillo tan solo había
72, de ellos 6 artilleros y 6 ayudantes para atender los 100 cañones de la
plaza que además, en su mayoría, estaban desmontados.
Hasta
el más tonto de allí vió pronto la diferencia de fuerzas y los más y los menos
corrieron buscando la manera de esconderse o de al menos hacer como los
avestruces y enterar la cabeza bajo tierra para no ver el peligro, lo que
muchos intentaron encerrándose en la iglesia de la virgen de Europa. Pero
siempre quedan valientes, y de entre ellos, alistó nuestro gobernador a unos
400 paisanos que junto a sus soldados repartió en los puntos sensibles del Peñón, mientras los del archiduque Carlos disparaban intimidando.
Contaba
nuestro poético historiador Ignacio López de Ayala en su «Historia de Gibraltar»
allá por el 1782 que, acampado con sus hombres el príncipe de Darmstadt a tiro
de escopeta, entregó carta suya acompañada de otra del archiduque, pidiendo el
reconocimiento de éste como rey legítimo de España y la entrega de la plaza o
se usaría de todas las hostilidades que trae la guerra consigo. A lo que tras
reunirse el gobernador con el alcalde mayor y demás autoridades, y al tiempo que
se enviaban correos dando noticia de cuanto sucedía, contestaron de esta forma:
«que tenían jurado por su rey y señor natural a don Felipe V y que como sus
fieles y leales vasallos sacrificarían las vidas en su defensa, la de la ciudad
y sus habitantes». —Carta valiente que creo que se conserva y que pasados dos
días y tras un nuevo intento que recibió similar respuesta, traería consigo lo
que debió parecer la apertura de las puertas del averno—.
A las
5 de la mañana del domingo 4 de agosto de 1.704, no fueron los gallos ni las
campanas de las iglesias quienes despertaron a los gibraltareños, —si es que
alguno pudo dormir— sino el horrible e incesante fuego que los treinta buques
que Rooke mandó a sus vicealmirantes colocar en línea frente a la ciudad,
dejaban salir desde sus negras troneras.
Fueron 6 horas de infierno en las que 30.000 balas de cañón reventaron
lienzos de muralla y cuanto en su paso encontraron. —Según nos dejó por escrito
el párroco local don Juan Romero, aunque los ingleses hablan de 15.000; pero lo
que está claro es que debió ser una autentica lluvia de bolas de hierro de a unos
cinco kilos la unidad—. Desembarcaron tropas los ingleses que tomaron el muelle
nuevo, tras lo poco que se les pudo resistir. Y visto esto enviaron lanchas a
hacer lo mismo con el viejo, cuyos defensores sabiendo lo imposible que sería
hacerles frente decidieron abandonarlo y encender las cargas explosivas que
habían colocado bajo la torre de Leandro que estaba junto a ellos. Explotó la
mina y de tal manera que volando por los aires, se llevó consigo 7 lanchas de
ingleses matando a 300 según los nuestros y a no más de 40 según ellos. —No debió de ser poca cosa, ni debieron
coger afecto al sitio cuando a día de hoy, en el lugar donde estuvo la torre y
junto a un terreno ganado a nuestro mar, aún podemos ver los restos de una
batería a la que llamaron la lengua del diablo— Viendo la imposibilidad de la defensa
y temiendo el asalto y saqueo de la ciudad, el gobernador y oficiales deciden
ondear bandera de parlamento.
Cuentan
que en una visita que Felipe IV realizaba al Peñón junto a su favorito el
Conde-Duque de Olivares, aquel cuya política nos tocara sufrir a todos, y
cuando la carroza real pretendió pasar la llamada puerta de tierra, debido a su
tamaño le fue imposible. Se enfadó el
valido pidiendo explicaciones al corregidor, a lo que éste sin inmutarse le
respondió: «Señor la puerta no se ha hecho para que pasen las carrozas, sino
para que no pasen los enemigos».
No
tengo muy claro a quién llamaba enemigo, el corregidor. Pero me temo que no iba
a poder cumplir su objetivo mucho tiempo, porque bajo esa misma puerta del
castillo morisco que el imperial Carlos mandara fortificar, se aceptan y firman
las capitulaciones propuestas por el príncipe. Rendida la ciudad, se permitirá
a oficiales y soldados salir con sus armas; se podrán sacar tres piezas de
artillería con doce cargas para hacer fuego; se darán raciones de pan, carne y
vino para 6 días de marcha; la guarnición saldrá pasados tres días; aquellos
que deseen permanecer en Gibraltar mantendrán sus privilegios y religión tras
su juramento de fidelidad a Carlos III como su legítimo rey; la excepción será
para todos los franceses y demás súbditos del cristianísimo Luis XIV, que
quedarán como prisioneros de guerra.
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Puerta de Tierra |
Ondeó
el príncipe por varias veces el estandarte imperial en nombre del archiduque
Carlos que se consideraba legítimo sucesor y rey de España; tras ello, lo fijó en la muralla declarándole dueño y señor de la
ciudad. Apareció entonces el almirante Sir George Rooke acompañado de un
tambor, escolta y bandera británica que reemplaza por la del archiduque,
aclamando a la reina Ana y tomando posesión de Gibraltar en virtud del tratado
de Londres suscrito por los austracistas;
según el cual, ganado el trono para el archiduque, se asignaba a
Inglaterra la isla de Menorca, Gibraltar, Ceuta y casi la tercera parte de las
indias. —Mucho se perdió con la guerra de sucesión, pero aún más se habría
perdido de ganarla el bando que pretendía el trono para Carlos de Austria. En
ambos casos la que perdía seguro, era España. —
La
conducta de Rooke fue simple y llanamente un acto de usurpación y así lo vió
Austria, según las reclamaciones del Emperador. En el castillo Windsor, no
obstante, se acoge esta piratería con los máximos honores, aunque el Parlamento pone reparos
ante lo que le parece impropio y el 29 de octubre se separa del mando de la
escuadra al almirante. Pronto se acallan las dudas conforme se empiezan a ver
las ventajas.
Como decía nuestro académico Federico
García Sanchiz en su «Nuevo sitio de Gibraltar»: «hubo trampa, escamoteo,
engaño, estafa, dolo, bribonada, vileza, infamia, robo y matonismo». —Yo diría
que se quedó corto—. No obstante, no pareció dolerle mucho al antiguo virrey de
Cataluña que aceptó el cargo de gobernador
al servicio de la reina inglesa sin mostrar mucho sufrimiento por el cambio de
corona.
En Sagunto, en Numancia y en otros
muchos lugares, los españoles prefirieron un
final en sus casas antes que abandonarlas. Aquí, nos cuenta Romero que,
el estricto cumplimiento de los mandamientos del catolicismo les impidió el
suicidio. —No creo yo que fuera eso, pero demostraron si duda su entrega al
servicio del Borbón, considerándolo su rey legítimo y prefiriendo perderlo todo
antes que verse bajo dominio de otros—.
El 6 de agosto, el Peñón entre
monos y piratas borrachos despide a sus legítimos dueños. Quedan al servicio del
nuevo gobernador dos batallones holandeses y 1.800 marineros que pronto se
dedican al saqueo de cuanto los gibraltareños dejan, al tiempo que, tras
remitir carta a su rey narrando su sacrificio, con el llanto en los ojos y sin
conocer rumbo o destino, parten al destierro en procesión que preside aquel
pendón que los Reyes Católicos les entregaran en 1.502, aquel que Juana I de
Castilla, la que llamaron loca, bordó para la ciudad que habría de ser la
puerta de España. Solo su orgullo, su honor y su sangre se llevan, poco más
importa.
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Pendón entregado por los Reyes Católicos |
Solo 12 personas quedan en la
secuestrada ciudad, nadie quiere vivir bajo esa bandera. Entre los que
permanecen, el párroco de la iglesia de Santa María, don Juan Romero de
Figueroa a quien ya hemos nombrado y gracias al que conocemos mucho de lo que
podemos contar. Quedó Romero en su parroquia con la intención de protegerla del
saqueo y según el mismo nos contó, todas salvo ésta lo fueron, incluso su casa,
lo que le obligó a residir en el templo.
Se quedó nuestro cura en el Peñón e
incluso se ganó la confianza de los ingleses, pero no por ello se volvió
traidor, sino más bien lo contrario, pues aprovechó bien su tiempo dejando por escrito cuanto
ocurría e ingeniándoselas para, saltándose los controles de las puertas, sacar
con destino primero a caseríos y cortijos y más tarde a San Roque, los archivos y cuantas alhajas e imágenes pudo rescatar. Las
camuflaba entre la carga de los españoles que salían tras comerciar con los
ingleses e incluso, un San José que por su tamaño era difícil de tapar, pasó la
puerta montado a caballo con capa y sombrero como si de una persona se tratara,
mientras quien montaba a la grupa se encargaba de sujetarlo.
Duró el trabajo de nuestro
improvisado espía, cronista y rescatador nada menos que 19 años, hasta que los
genoveses que habitaban el Peñón, los pocos católicos a los que asistía, le
denunciaron ante el gobernador, que le hizo expulsar.
No serían estos genoveses los
únicos representantes de lo más indigno que poblaría Gibraltar. Pues a pesar de
los tratados y amparándose en la no aceptación de extradiciones, salvo en los
casos de desertores de los ejércitos, los mismos historiadores británicos
reconocen que, se refugió allí la piratería y el hampa con su contingente de
presidiarios huidos a los que no cabía reclamar. —Algún insigne hijo de España
se aprovechó también de este recurso para salvar la vida años después, cuando triunfó
el absolutismo del felón Fernando, como hiciera Gabriel Ciscar o el propio
Torrijos, traicionado por un miserable que le hizo creer que Málaga le esperaba
y lo que le esperaba era su fusilamiento—.
Nada más pasar el istmo, la trágica
comitiva formada por cuantos se marchan se convierte en penoso espectáculo.
Unos toman rumbo a las tierras de Málaga; otros se refugian en viñas, cercados
o chozas de los montes; lo más terrible, ver a las pobres monjas expulsadas de
su retiro que debieron de enfrentarse a zarzas y sendas no trilladas. La
mayoría no obstante sigue a sus autoridades recorriendo la bahía sin tener un
destino claro. Esto, junto al paso cansado de ancianos y niños, hace que la
noche les alcance. El alcalde mayor don Cayo Antonio, quien les guía, como si
su nombre fuera una premonición, al llegar a las ruinas de la vieja Libertinorum
Carteia decide que ella les acogerá esa noche. Antigua colonia romana que aún siendo
la primera fuera de suelo itálico, no pudo proteger a sus moradores y corrieron
la misma suerte que ellos, teniendo que abandonarla tras la conquista y saqueo por
los vándalos.
Dicen ahora, que el ladrillo que en
el año 1.903 encontró un monaguillo de 11 años, no fue más que un engaño con la
buena intención de traernos al recuerdo tan tremendo robo, en un tiempo próximo
a cumplirse su segundo centenario. Y es muy posible, pero si fue verdad, entonces,
en aquella noche del éxodo maldito, Bartolomé Luis Varela, uno de los miembros
del concejo que más se negó a firmar el acta de rendición, cansado por el
camino, por los días de resistencia, por los acontecimientos vividos y por la
incertidumbre del porvenir, tras bañar sus pies en las aguas que el
Guadarranque regala a la bahía y seguramente contemplando los incendios de su
ciudad allá en la lejanía que se duplican en su corazón y en el reflejo de un
mar henchido de naves enemigas, debió llorar sus perdidas como dicen que lo
hizo Boabdil, y se sentaría después en alguno de aquellos viejos sillares con
que los romanos dieron forma a sus edificios y ayudado por alguna navaja o
punzón, gravó toscamente el perfil de aquel Monte de Calpe que nuevamente era
ultrajado, una cruz, la fecha y una frase: «Aquí lloré Gibraltar».
Lo cierto es que verdadero o falso,
el ladrillo igual que se halló, se perdió. En 1.955 y al retirarlo de la
exposición «Gibraltar Español» que se realizó en la Biblioteca Nacional, quedó
olvidado en el taxi que lo trasladaba junto a las autoridades locales, por cuya negligencia hoy no lo podemos contemplar.
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Ladrillo de Varela |
Comenzaban junto a estas nobles
ruinas unas tierras en ascendente pendiente, todas ellas plantadas de viñas y
en mitad de ellas una ermita a la que se había dado la advocación de San Roque.
Fue aquí, junto a la ermita, donde pasados casi dos años y reunido de nuevo el
concejo, se decidió dar principio a la ciudad que sustituiría a la de Gibraltar
y allí, se reunirán cuantos quedaron repartidos por los cortijos, chozas y
cuevas de la zona, huyendo de los ingleses, genoveses y otros inicuos
pobladores del Peñón, que no contentos con cuanto habían logrado, como si de berberiscos
se tratara, se dedicaban a salir para saquear y robar a las familias desterradas.
Allí construirán sus nuevas vidas, mientras se suceden los distintos intentos
por recuperar la roca y continúan repitiéndose los ultrajes, trampas y felonías
de sus piratas usurpadores, en la seguridad que da el grupo y custodiando el
Pendón hasta que pueda regresar al lugar que los católicos reyes le dieran.
Por todo ello y desde entonces el
rey de España dice: «Mi ciudad de Gibraltar, que está en San Roque».
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El actual San Roque con Gibraltar al fondo |