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domingo, 19 de junio de 2016

¿QUIÉN SALVA A LA REINA?

Contaban las malas lenguas y también una vieja de mi pueblo que debió de ser quien se lo dijo a Ramón J. Sénder que más tarde narraba algo parecido;  que allá por el final del siglo XVII en España, al igual que ahora en la Gran Bretaña, estaba prohibido tocar el cuerpo de la reina. Tan sólo las meninas podían rozar sus pies a la hora de calzarlos con los chapines, primos hermanos de las plataformas que algunas usan hoy. Lógicamente esta prohibición no incluía al rey, y Carlos II, aquel de quien más tarde se diría que estaba hechizado, parece que se tomó su trabajo para toquetear todo aquello que los demás no podían en la persona de María Luisa de Orleans. Asaltaba a la reina día y noche, en palacio o fuera de él, por aquello de que quizás el cambio de ambiente propiciase la fecundidad tan deseada; mandaba colocar carpas y otros tingladillos en los cotos de caza a donde acudían y buscaba más el momento del descanso junto a su reina gabachita que a la otra pieza objeto de la caza. Y es que la abuela tiene razón cuando dice aquello de que a todos los tontos les da por lo mismo.

Siendo todo esto del dominio público en la corte, ocurrió un buen día que el rey loco de amor por su reina a quien le gustaba montar a caballo, le regaló tres caballos alazanes traídos de Andalucía. Corrió ella a montarlos mientras su católica majestad la contemplaba desde el alcázar, con tan mala suerte que una de las bestias se encabritó lanzando a la reina por los aires, quien quedó sujeta al estribo por su pie izquierdo y se golpeaba contra el suelo al compás de los saltos del animal. Tan tremendo percance puso de manifiesto la impaciencia del rey a la hora de consumar allá donde se le antojaba; y es que la reina por facilitar la labor carecía de ropa interior, según todos los presentes pudieron ver mientras colgada del pie y con los ropajes en la cara mostraba el culo dando la vuelta al ruedo. Saltaron a ese “ruedo” donde se jugaban la vida, dos caballeros con la noble intención de socorrer a la consorte; pero llegados hasta él y frenado el alazán, dudaron si tocar el pie prisionero del estribo sabiéndose observados por el rey. Se miraron el uno al otro, al pie causante del problema y al resto que su majestad tan abiertamente mostraba, y tras persignarse y pedir ayuda a Dios, uno de ellos levantó el real cuerpo tratando de mantener la vista alejada mientras el otro soltaba el zapato enganchado. El rey ya no estaba en el balcón y se le oía gritar no sé qué de la horca por los pasillos del alcázar, la pena por tocar a la reina era una visita al cadalso y el espectáculo vivido era  aún más gordo; por lo que nuestros caballeros no se lo pensaron dos veces y tras dejar en el suelo a la de Orleans de la forma más pudorosa posible y usando los otros dos alazanes, huyeron al galope de la corte.

El cabreo del rey era descomunal y pedía a gritos el ajusticiamiento de aquellos dos que habían osado ver los secretos de la reina y tocado el cuerpo que tan sólo para él había sido creado. Sólo los descargos de don Gregorio de Bracamonte IV conde de Peñaranda y amigo al parecer de los afectados hizo calmar al monarca; quien si bien reconocía que se habían portado noblemente, también tenía claro que eran reos del delito de tocar a la reina. Por otro lado pensó el rey que todo habría sido de menor gravedad si la reina hubiese llevado ropa interior y que no lo hacía por complacerlo a él, por lo que en ese momento se sintió tan culpable como el que más.  Perdonó Carlos la vida a los dos atrevidos caballeros bajo palabra de mantenerse alejados de la corte y no mostrarse jamás a los ojos de la reina. Pero no puede quedar impune tan infausto hecho, decía. Así que tras larga meditación se condenó a la horca al causante principal de los hechos; se leyó la sentencia a la que el reo no alegó nada y minutos más tarde el corpachón del alazán andaluz se balanceaba en el especial patíbulo construido a tal efecto.
Si bien no se supo más de ellos, contaba la vieja de mi pueblo, que el rey Carlos no dejaba de ver a los dos caballeros por todas partes a donde iba, y que al tiempo que el comentario ruborizaba a la reina, a él lo comían los celos que debieron ayudar a su hechizo.

Las malas lenguas y esa vieja de mi pueblo cuentan esta y otras muchas historias que juegan junto a la línea que separa la historia de la leyenda y que tan difícil es de trazar. 

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