Cuenta la leyenda: Que allá por los
albores del siglo VIII encontrándose Florinda La Cava, hija del Conde don
Julián, Gobernador de Tánger y Ceuta, bañándose desnuda en el rio Tajo junto a
Toledo donde su padre la mandó para ser educada, fue vista por el rey don
Rodrigo, quien prendado de su belleza la siguió hasta conseguir forzarla y
hacer que Florinda perdiera su flor. No debió de gustar mucho esto al padre que
en lugar de considerar que adquiría un nuevo hijo y además rey, decidió abrir
las puertas a los moros que invadieron la península y acabaron con el reinado.
La historia, con casi tantas pruebas como
la leyenda, lo cuenta de otro modo, lleno de traiciones e intereses económicos
y políticos. Pero es menos romántico.
Sea como fuere la cosa es que, en cuatro
días la España de aquel entonces se llenó de unos tipos que al grito de “Ala es
grande” fueron cortando cabezas hasta llegar a los Picos de Europa. Parece ser
que en principio no vinieron con la intención de quedarse, pero viendo el poco
interés que pusimos por impedirlo y que no éramos capaces de ponernos de
acuerdo ni tan siquiera en quién era el enemigo, otros cuatro días más tarde
decidieron que en lugar de ayudar a rey ni conde ninguno, se quedaban con el
botín y cuanto tan mansamente se les cedía. Su religión era su ley. Así que
tiraron abajo cuantas iglesias había y con sus piedras y columnas construyeron
mezquitas (por ejemplo en Córdoba), convirtieron en esclavo a todo el que
renunciando a su fe tuvo la suerte de salvar la cabeza. Y en los últimos cuatro
días de la docena dominaron el total de la península ibérica.
Tan sólo en las montañas del norte tras
atravesar una gran semidesértica meseta algunos grupos de pastores
guiados por sus señores feudales consiguieron sobrevivir, gracias más
seguramente al desinterés de los islámicos y lo escarpado de la zona que a la
pericia militar de los que quedaron.
Tuvimos que esperar hasta el año 1212,
quinientos años, para ponernos de acuerdo por una vez en que debíamos hacer
frente común contra el enemigo y que tiempo habría después de arreglar esas
diferencias que siempre nos separaban en lugar de unirnos. Quinientos años de
darnos hostias entre nosotros más que combatir a quien nos había machacado,
retirado nuestra fe, humillado, esclavizado y expulsado de nuestra casa.
Unos siglos más tarde sería el rey
Fernando el Católico, quien definitivamente los devolvería allá de donde
salieron, el que contestando al embajador de Florencia a su pregunta de cómo
era posible que un pueblo como el español hubiera sido conquistado, en todo y en parte, por galos, romanos, cartagineses, vándalos y
moros; le dijo: “La nación es bastante apta
para las armas, pero desordenada, de suerte que sólo puede hacer con ella
grandes cosas el que sepa mantenerla unida y en orden”.
Fue ese “apellido” de “Católica majestad”
junto al de “por la gracia de Dios” y algún que otro matrimonio de conveniencia
los que hicieron nacer en los españoles la unidad y fervor o incluso miedo
necesarios para mantenernos unidos y luchar por lo mismo. Y mientras existió
nos ayudó a conquistar medio mundo, a ser los más grandes y me atrevería a
decir los únicos justos dentro de la injusticia de los tiempos. Así fue hasta
que Dios nos obsequió con algunos reyes a los que poca gracia les dio y
comenzamos a desunirnos. Desde entonces nos dedicamos a volver a caminar en
busca de las montañas. Todo aquello que aportamos al mundo lo fuimos perdiendo
e incluso el merito de haberlo hecho.
Hace poco más de doscientos años el mundo
cambió, “por la gracia de Dios”, y nos dimos cuenta que había algo que llamaron
libertad, igualdad y fraternidad. Pero aunque era bonito, nuevamente con engaño
se colaron en casa a imponérnoslo por la fuerza. Tan desunidos estábamos que
nos volvieron a arrinconar en una esquina. Esta vez en el sur, en una pequeña
tacita de plata a la que llamamos Cádiz. “Por la gracia de Dios” seguro, porque
si no, no lo entiendo, conseguimos unirnos de nuevo y esta vez caminando hacia
el norte en lugar del sur conseguimos echarles.
Como buenos españoles comenzó nuestra
pelea. No habiendo enemigo peleemos entre nosotros. Hemos pasado los últimos
dos siglos repartiéndonos el poder y los guantazos por turnos, a ratos más
unidos y a ratos más separados. Hemos creado repúblicas, reinos y hasta
cantones. Hemos perdido todo cuanto no era la vieja España y hemos llegado
hasta a declarar la independencia de Jumilla. Pero nunca le hemos visto las
orejas al lobo en este tiempo y nunca ha pasado nada.
Nunca le hemos visto las orejas al lobo,
porque no sabemos verlas. Cuando los lobos nos rodean nosotros nos dedicamos a
discutir si son o no lobos, si son o no malos todos los lobos, si siendo lobos
deberíamos permitirles o no entrar, si debemos tratarlos como amigos o como
enemigos, como víctimas o como verdugos y así una y otra discusión que se
alargan en el tiempo mientras los lobos se relamen y ayudan a separarnos por
aquello del “divide y vencerás”.
Pues bien más divididos no podemos estar.
Nuestros mal entendidos regionalismos se convirtieron otra vez en nacionalismos
y éstos en separatismo. Nuestros amigos del “paz y amor” apedrean en las
manifestaciones a los agresivos que salieron con la pancarta de “sólo con la
fuerza se arreglará”. Y mientras tanto el lobo, en este caso otra vez el lobo
islámico, que no ha cambiado, que sigue siendo aquel que entró a vengar la
pureza de Florinda, que no ha conocido de la libertad, igualdad y fraternidad
que los franceses al final nos regalaron, aprovechándose de ellas, de nuestra
indecisión, y sobre todo de nuestra incredulidad en que pueda existir tanta
maldad tras siglos viviendo entre algodones en un mundo rosa donde siempre
estuvimos protegidos, nos rodea y nos ataca. Usa nuestra libertad para moverse
por casa, nuestra igualdad para reivindicar que no se le pongan impedimentos a
sus ideas y nuestra fraternidad para exigirnos que hagamos un hueco entre
nuestras creencias para que entren las suyas. Y les hacemos hueco por aquello
de no todos pueden ser malos y son casos aislados de radicales y seguimos
discutiendo y ellos siguen avanzando y usándonos para destruirnos y nos
volverán a arrinconar.
Si no nos ponemos de acuerdo otra vez, si
no controlamos a quien entra en casa y verificamos que viene a jugar con
nuestras reglas y no a aprovecharse de ellas para imponernos las suyas, volverán
a arrinconarnos. Y entonces sólo obligándonos “por la gracia de Dios”, unidos y
ordenados como dijera El Católico, saldríamos de ese rincón.
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