Leo o escucho constantemente que el uso del masculino
ofende o puede ofender a determinados grupos. Y no, el masculino no es el que
se usa, es el genérico que no siempre coincide. Yo siempre fui motorista y no
puse pegas a lo supuestamente femenino del nombre ni escuché hacerlo a los
ciclistas por ejemplo. Podría poner cientos de ejemplos más, pero cuando
queremos encontrar problemas lo hacemos de todas formas. Si el que diseñó los
semáforos por primera vez hubiese pintado falda al monigote se le habría llamado
machista por diferenciar a los sexos o por presuponer que los pantalones son
identificativos del varón; como no lo hizo se le acusó por lo contrario. Si
queremos encontrar machismo lo haremos igualmente tanto porque se mencione la
diferencia, como porque no se haga, y de eso nunca tendrá la culpa el idioma
sino el machismo de nuestra mente. Es más, cualquier persona que analice con
calma nuestra lengua verá que no tiene nada de machista. Sólo hay que ver esta
última frase. (persona, calma, lengua, machista ¿Masculino?
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miércoles, 29 de junio de 2016
domingo, 19 de junio de 2016
¿QUIÉN SALVA A LA REINA?
Contaban
las malas lenguas y también una vieja de mi pueblo que debió de ser quien se lo
dijo a Ramón J. Sénder que más tarde narraba algo parecido; que allá por el final del siglo XVII en
España, al igual que ahora en la Gran Bretaña, estaba prohibido tocar el cuerpo
de la reina. Tan sólo las meninas podían rozar sus pies a la hora de calzarlos
con los chapines, primos hermanos de las plataformas que algunas usan hoy.
Lógicamente esta prohibición no incluía al rey, y Carlos II, aquel de quien más
tarde se diría que estaba hechizado, parece que se tomó su trabajo para
toquetear todo aquello que los demás no podían en la persona de María Luisa de
Orleans. Asaltaba a la reina día y noche, en palacio o fuera de él, por aquello
de que quizás el cambio de ambiente propiciase la fecundidad tan deseada; mandaba
colocar carpas y otros tingladillos en los cotos de caza a donde acudían y
buscaba más el momento del descanso junto a su reina gabachita que a la otra
pieza objeto de la caza. Y es que la abuela tiene razón cuando dice aquello de
que a todos los tontos les da por lo mismo.
Siendo
todo esto del dominio público en la corte, ocurrió un buen día que el rey loco
de amor por su reina a quien le gustaba montar a caballo, le regaló tres
caballos alazanes traídos de Andalucía. Corrió ella a montarlos mientras su
católica majestad la contemplaba desde el alcázar, con tan mala suerte que una
de las bestias se encabritó lanzando a la reina por los aires, quien quedó
sujeta al estribo por su pie izquierdo y se golpeaba contra el suelo al compás
de los saltos del animal. Tan tremendo percance puso de manifiesto la
impaciencia del rey a la hora de consumar allá donde se le antojaba; y es que la
reina por facilitar la labor carecía de ropa interior, según todos los
presentes pudieron ver mientras colgada del pie y con los ropajes en la cara mostraba el culo dando la vuelta al ruedo. Saltaron a ese “ruedo” donde se
jugaban la vida, dos caballeros con la noble intención de socorrer a la
consorte; pero llegados hasta él y frenado el alazán, dudaron si tocar el pie
prisionero del estribo sabiéndose observados por el rey. Se miraron el uno al
otro, al pie causante del problema y al resto que su majestad tan abiertamente
mostraba, y tras persignarse y pedir ayuda a Dios, uno de ellos levantó el real
cuerpo tratando de mantener la vista alejada mientras el otro soltaba el zapato
enganchado. El rey ya no estaba en el balcón y se le oía gritar no sé qué de la
horca por los pasillos del alcázar, la pena por tocar a la reina era una visita
al cadalso y el espectáculo vivido era aún
más gordo; por lo que nuestros caballeros no se lo pensaron dos veces y tras
dejar en el suelo a la de Orleans de la forma más pudorosa posible y usando los
otros dos alazanes, huyeron al galope de la corte.
El
cabreo del rey era descomunal y pedía a gritos el ajusticiamiento de aquellos
dos que habían osado ver los secretos de la reina y tocado el cuerpo que tan
sólo para él había sido creado. Sólo los descargos de don Gregorio de
Bracamonte IV conde de Peñaranda y amigo al parecer de los afectados hizo
calmar al monarca; quien si bien reconocía que se habían portado noblemente,
también tenía claro que eran reos del delito de tocar a la reina. Por otro lado
pensó el rey que todo habría sido de menor gravedad si la reina hubiese llevado
ropa interior y que no lo hacía por complacerlo a él, por lo que en ese momento
se sintió tan culpable como el que más.
Perdonó Carlos la vida a los dos atrevidos caballeros bajo palabra de
mantenerse alejados de la corte y no mostrarse jamás a los ojos de la reina.
Pero no puede quedar impune tan infausto hecho, decía. Así que tras larga
meditación se condenó a la horca al causante principal de los hechos; se leyó
la sentencia a la que el reo no alegó nada y minutos más tarde el corpachón del
alazán andaluz se balanceaba en el especial patíbulo construido a tal efecto.
Si
bien no se supo más de ellos, contaba la vieja de mi pueblo, que el rey Carlos
no dejaba de ver a los dos caballeros por todas partes a donde iba, y que al
tiempo que el comentario ruborizaba a la reina, a él lo comían los celos que
debieron ayudar a su hechizo.
Las
malas lenguas y esa vieja de mi pueblo cuentan esta y otras muchas historias
que juegan junto a la línea que separa la historia de la leyenda y que tan
difícil es de trazar.
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