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sábado, 5 de enero de 2019

GIBRALTAR: EL ROBO



                Corría el año 1.693 cuando vivíamos inmersos en la que algunos llamaron la Guerra de los 9 años, en la que una alianza formada entre otros muchos por Inglaterra y España, y a la que bautizamos como Liga de los Augsburgo, trataba de parar los pies a las ambiciones de Luis XIV de Francia que se empeñaba en hacer crecer sus dominios a costa de sus vecinos  del Norte y del Este. Y en medio de aquello y como cada año, un convoy de innumerables mercantes se dirige al puerto turco de Esmirna con el fin de comerciar. Su escolta, 30 buques de guerra al mando del almirante Sir George Rooke. Pero una flota francesa que supera el doble de su fuerza y que hasta el momento ha enarbolado pabellón inglés para no levantar sospechas, lo espera junto a la costa del Algarbe portugués. El ataque se produce y los barcos huyen en desbandada, unos regresan al norte, otros con parte de la escolta hacia Madeira; el combate se prolonga por toda la costa gaditana donde los ingleses van tratando de conseguir refugio. Finalmente los últimos huidos comandados por Rooke —o quizá solo era el que más corría— llegan a Gibraltar desde donde su batería de costa les salva la vida haciendo desistir a la flota gala del almirante Tourville que además ya ha apresado a bastantes.
         Fue ésta, según creo, la primera vez que Sir George posó sus pies sobre el Peñón y quizá también cuando, tras ver cómo la flota francesa engañó a la vigilancia y autoridades portuguesas usando bandera británica en sus naves e incluso desembarcando a oficiales con uniforme y habla inglesa, aprendió que el engaño y felonía también podían servir como armas para la guerra. No tardaría demasiado en regresar para pagar el favor recibido de los gibraltareños.

         Tras la muerte de Carlos II sin descendencia, Europa se divide en dos bandos que se disputan en una guerra el trono español. Felipe de Anjou bajo el nombre de Felipe V lo ocupa en virtud del testamento del finado. Acto seguido expulsa de sus dominios a cuantos altos cargos se opusieron a él; entre otros, al virrey de Cataluña, el príncipe alemán Hesse-Darmstadt. Tres años después, en el verano de 1.704, a bordo de la flota angloholandesa y junto al almirante Rooke, se presenta frente a Barcelona donde espera que se produzca el levantamiento de los partidarios del otro pretendiente al trono, el archiduque Carlos de la casa de Austria. Pero el miedo a las represalias del nuevo virrey hace que nadie se mueva. El de Darmstadt desembarca dos o tres mil soldados junto al río Besós y la flota bombardea la ciudad con el fin de presionar, —o solo con el fin de descargar su cabreo al tiempo que los cañones— pero nada ocurre. —De este bombardeo, si no estoy en un error, hay un bonito cuadro en el que los ahora partidarios de defender «la Cataluña esclavizada por la malvada España» se encargaron de pintar las banderas de los buques holandeses con los colores de la española, para que así, alguno se creyera su «historia». Pero en su afán de engañar olvidaron estudiar y pintaron unas banderas rojigualdas que no existirían hasta casi 81 años después—  Algunos de los promotores de aquel buscado levantamiento se ven obligados a embarcar por miedo a lo que venga. Y lo que también viene es una flota francesa que ha partido en auxilio de la ciudad.



         Una vez nuestro almirante se siente fuera de alcance, decide hacer aguada en una tierra rica en manantiales y que los árabes llenaron de molinos. Saqueó, destruyó y quemó lo poco que había quedado tras surtir a sus navíos de cuanto la huída población no pudo llevarse. Hoy ese lugar, de nombre Torremolinos, sigue gustando a los ingleses que lo saquean igualmente, aunque ahora son ellos los que «se queman» en sus playas.

         Continuando rumbo a su escondrijo en los puertos lusos, no pudo el pirata inglés dejar de acercarse a Gibraltar para hacer su pago. Y el primero de agosto de 1.704, —según los historiadores británicos fue unos días antes, pero ya está claro que no— 51 buques ingleses y 10 holandeses, de alto bordo, con 4.000 cañones, 25.000 hombres para atenderlos y 9.000 soldados de desembarco con los transportes necesarios, bloquean  el Peñón. Nada más llegar, desembarcan en Punta Mala —qué bien puesto estaba el nombre— varios miles de hombres al mando del príncipe de Darmstadt que acampan a corta distancia y desde las naves cercanas se realizan disparos, pero más con el fin de meter miedo en el cuerpo que con verdadera intención de dañar.  En previsión de esto, había solicitado el gobernador, sargento general de batalla don Diego de Salinas, los hombres y materiales necesarios para la defensa del lugar, pero poco o ningún caso le hizo el marqués de Villadarias, capitán general de aquella zona. Y cuando esto ocurrió, de la pequeña guarnición de 100 hombres del castillo tan solo había 72, de ellos 6 artilleros y 6 ayudantes para atender los 100 cañones de la plaza que además, en su mayoría, estaban desmontados.
         Hasta el más tonto de allí vió pronto la diferencia de fuerzas y los más y los menos corrieron buscando la manera de esconderse o de al menos hacer como los avestruces y enterar la cabeza bajo tierra para no ver el peligro, lo que muchos intentaron encerrándose en la iglesia de la virgen de Europa. Pero siempre quedan valientes, y de entre ellos, alistó nuestro gobernador a unos 400 paisanos que junto a sus soldados repartió en los puntos sensibles del Peñón, mientras los del archiduque Carlos disparaban intimidando.
         Contaba nuestro poético historiador Ignacio López de Ayala en su «Historia de Gibraltar» allá por el 1782 que, acampado con sus hombres el príncipe de Darmstadt a tiro de escopeta, entregó carta suya acompañada de otra del archiduque, pidiendo el reconocimiento de éste como rey legítimo de España y la entrega de la plaza o se usaría de todas las hostilidades que trae la guerra consigo. A lo que tras reunirse el gobernador con el alcalde mayor y demás autoridades, y al tiempo que se enviaban correos dando noticia de cuanto sucedía, contestaron de esta forma: «que tenían jurado por su rey y señor natural a don Felipe V y que como sus fieles y leales vasallos sacrificarían las vidas en su defensa, la de la ciudad y sus habitantes». —Carta valiente que creo que se conserva y que pasados dos días y tras un nuevo intento que recibió similar respuesta, traería consigo lo que debió parecer la apertura de las puertas del averno—.



         A las 5 de la mañana del domingo 4 de agosto de 1.704, no fueron los gallos ni las campanas de las iglesias quienes despertaron a los gibraltareños, —si es que alguno pudo dormir— sino el horrible e incesante fuego que los treinta buques que Rooke mandó a sus vicealmirantes colocar en línea frente a la ciudad, dejaban salir desde sus negras troneras.  Fueron 6 horas de infierno en las que 30.000 balas de cañón reventaron lienzos de muralla y cuanto en su paso encontraron. —Según nos dejó por escrito el párroco local don Juan Romero, aunque los ingleses hablan de 15.000; pero lo que está claro es que debió ser una autentica lluvia de bolas de hierro de a unos cinco kilos la unidad—. Desembarcaron tropas los ingleses que tomaron el muelle nuevo, tras lo poco que se les pudo resistir. Y visto esto enviaron lanchas a hacer lo mismo con el viejo, cuyos defensores sabiendo lo imposible que sería hacerles frente decidieron abandonarlo y encender las cargas explosivas que habían colocado bajo la torre de Leandro que estaba junto a ellos. Explotó la mina y de tal manera que volando por los aires, se llevó consigo 7 lanchas de ingleses matando a 300 según los nuestros y a no más de 40 según ellos.  —No debió de ser poca cosa, ni debieron coger afecto al sitio cuando a día de hoy, en el lugar donde estuvo la torre y junto a un terreno ganado a nuestro mar, aún podemos ver los restos de una batería a la que llamaron la lengua del diablo— Viendo la imposibilidad de la defensa y temiendo el asalto y saqueo de la ciudad, el gobernador y oficiales deciden ondear bandera de parlamento.

         Cuentan que en una visita que Felipe IV realizaba al Peñón junto a su favorito el Conde-Duque de Olivares, aquel cuya política nos tocara sufrir a todos, y cuando la carroza real pretendió pasar la llamada puerta de tierra, debido a su tamaño le fue imposible.  Se enfadó el valido pidiendo explicaciones al corregidor, a lo que éste sin inmutarse le respondió: «Señor la puerta no se ha hecho para que pasen las carrozas, sino para que no pasen los enemigos».

         No tengo muy claro a quién llamaba enemigo, el corregidor. Pero me temo que no iba a poder cumplir su objetivo mucho tiempo, porque bajo esa misma puerta del castillo morisco que el imperial Carlos mandara fortificar, se aceptan y firman las capitulaciones propuestas por el príncipe. Rendida la ciudad, se permitirá a oficiales y soldados salir con sus armas; se podrán sacar tres piezas de artillería con doce cargas para hacer fuego; se darán raciones de pan, carne y vino para 6 días de marcha; la guarnición saldrá pasados tres días; aquellos que deseen permanecer en Gibraltar mantendrán sus privilegios y religión tras su juramento de fidelidad a Carlos III como su legítimo rey; la excepción será para todos los franceses y demás súbditos del cristianísimo Luis XIV, que quedarán como prisioneros de guerra.

Puerta de Tierra

         Ondeó el príncipe por varias veces el estandarte imperial en nombre del archiduque Carlos que se consideraba legítimo sucesor y rey de España; tras ello, lo fijó  en la muralla declarándole dueño y señor de la ciudad. Apareció entonces el almirante Sir George Rooke acompañado de un tambor, escolta y bandera británica que reemplaza por la del archiduque, aclamando a la reina Ana y tomando posesión de Gibraltar en virtud del tratado de Londres suscrito por los austracistas;  según el cual, ganado el trono para el archiduque, se asignaba a Inglaterra la isla de Menorca, Gibraltar, Ceuta y casi la tercera parte de las indias. —Mucho se perdió con la guerra de sucesión, pero aún más se habría perdido de ganarla el bando que pretendía el trono para Carlos de Austria. En ambos casos la que perdía seguro, era España. —
         La conducta de Rooke fue simple y llanamente un acto de usurpación y así lo vió Austria, según las reclamaciones del Emperador. En el castillo Windsor, no obstante, se acoge esta piratería con los máximos  honores, aunque el Parlamento pone reparos ante lo que le parece impropio y el 29 de octubre se separa del mando de la escuadra al almirante. Pronto se acallan las dudas conforme se empiezan a ver las ventajas.
Como decía nuestro académico Federico García Sanchiz en su «Nuevo sitio de Gibraltar»: «hubo trampa, escamoteo, engaño, estafa, dolo, bribonada, vileza, infamia, robo y matonismo». —Yo diría que se quedó corto—. No obstante, no pareció dolerle mucho al antiguo virrey de Cataluña que aceptó el cargo de  gobernador al servicio de la reina inglesa sin mostrar mucho sufrimiento por el cambio de corona.

En Sagunto, en Numancia y en otros muchos lugares, los españoles prefirieron un  final en sus casas antes que abandonarlas. Aquí, nos cuenta Romero que, el estricto cumplimiento de los mandamientos del catolicismo les impidió el suicidio. —No creo yo que fuera eso, pero demostraron si duda su entrega al servicio del Borbón, considerándolo su rey legítimo y prefiriendo perderlo todo antes que verse bajo dominio de otros—.
El 6 de agosto, el Peñón entre monos y piratas borrachos despide a sus legítimos dueños. Quedan al servicio del nuevo gobernador dos batallones holandeses y 1.800 marineros que pronto se dedican al saqueo de cuanto los gibraltareños dejan, al tiempo que, tras remitir carta a su rey narrando su sacrificio, con el llanto en los ojos y sin conocer rumbo o destino, parten al destierro en procesión que preside aquel pendón que los Reyes Católicos les entregaran en 1.502, aquel que Juana I de Castilla, la que llamaron loca, bordó para la ciudad que habría de ser la puerta de España. Solo su orgullo, su honor y su sangre se llevan, poco más importa.

Pendón entregado por los Reyes Católicos

Solo 12 personas quedan en la secuestrada ciudad, nadie quiere vivir bajo esa bandera. Entre los que permanecen, el párroco de la iglesia de Santa María, don Juan Romero de Figueroa a quien ya hemos nombrado y gracias al que conocemos mucho de lo que podemos contar. Quedó Romero en su parroquia con la intención de protegerla del saqueo y según el mismo nos contó, todas salvo ésta lo fueron, incluso su casa, lo que le obligó a residir en el templo.
Se quedó nuestro cura en el Peñón e incluso se ganó la confianza de los ingleses, pero no por ello se volvió traidor, sino más bien lo contrario, pues aprovechó  bien su tiempo dejando por escrito cuanto ocurría e ingeniándoselas para, saltándose los controles de las puertas, sacar con destino primero a caseríos y cortijos y más tarde a San Roque,  los archivos y  cuantas alhajas e imágenes pudo rescatar. Las camuflaba entre la carga de los españoles que salían tras comerciar con los ingleses e incluso, un San José que por su tamaño era difícil de tapar, pasó la puerta montado a caballo con capa y sombrero como si de una persona se tratara, mientras quien montaba a la grupa se encargaba de sujetarlo.
Duró el trabajo de nuestro improvisado espía, cronista y rescatador nada menos que 19 años, hasta que los genoveses que habitaban el Peñón, los pocos católicos a los que asistía, le denunciaron ante el gobernador, que le hizo expulsar.

No serían estos genoveses los únicos representantes de lo más indigno que poblaría Gibraltar. Pues a pesar de los tratados y amparándose en la no aceptación de extradiciones, salvo en los casos de desertores de los ejércitos, los mismos historiadores británicos reconocen que, se refugió allí la piratería y el hampa con su contingente de presidiarios huidos a los que no cabía reclamar. —Algún insigne hijo de España se aprovechó también de este recurso para salvar la vida años después, cuando triunfó el absolutismo del felón Fernando, como hiciera Gabriel Ciscar o el propio Torrijos, traicionado por un miserable que le hizo creer que Málaga le esperaba y lo que le esperaba era su fusilamiento—.

Nada más pasar el istmo, la trágica comitiva formada por cuantos se marchan se convierte en penoso espectáculo. Unos toman rumbo a las tierras de Málaga; otros se refugian en viñas, cercados o chozas de los montes; lo más terrible, ver a las pobres monjas expulsadas de su retiro que debieron de enfrentarse a zarzas y sendas no trilladas. La mayoría no obstante sigue a sus autoridades recorriendo la bahía sin tener un destino claro. Esto, junto al paso cansado de ancianos y niños, hace que la noche les alcance. El alcalde mayor don Cayo Antonio, quien les guía, como si su nombre fuera una premonición, al llegar a las ruinas de la vieja Libertinorum Carteia decide que ella les acogerá esa noche. Antigua colonia romana que aún siendo la primera fuera de suelo itálico, no pudo proteger a sus moradores y corrieron la misma suerte que ellos, teniendo que abandonarla tras la conquista y saqueo por los vándalos.
Dicen ahora, que el ladrillo que en el año 1.903 encontró un monaguillo de 11 años, no fue más que un engaño con la buena intención de traernos al recuerdo tan tremendo robo, en un tiempo próximo a cumplirse su segundo centenario. Y es muy posible, pero si fue verdad, entonces, en aquella noche del éxodo maldito, Bartolomé Luis Varela, uno de los miembros del concejo que más se negó a firmar el acta de rendición, cansado por el camino, por los días de resistencia, por los acontecimientos vividos y por la incertidumbre del porvenir, tras bañar sus pies en las aguas que el Guadarranque regala a la bahía y seguramente contemplando los incendios de su ciudad allá en la lejanía que se duplican en su corazón y en el reflejo de un mar henchido de naves enemigas, debió llorar sus perdidas como dicen que lo hizo Boabdil, y se sentaría después en alguno de aquellos viejos sillares con que los romanos dieron forma a sus edificios y ayudado por alguna navaja o punzón, gravó toscamente el perfil de aquel Monte de Calpe que nuevamente era ultrajado, una cruz, la fecha y una frase: «Aquí lloré Gibraltar».
Lo cierto es que verdadero o falso, el ladrillo igual que se halló, se perdió. En 1.955 y al retirarlo de la exposición «Gibraltar Español» que se realizó en la Biblioteca Nacional, quedó olvidado en el taxi que lo trasladaba junto a las autoridades locales, por cuya negligencia hoy no lo podemos contemplar.

Ladrillo de Varela

Comenzaban junto a estas nobles ruinas unas tierras en ascendente pendiente, todas ellas plantadas de viñas y en mitad de ellas una ermita a la que se había dado la advocación de San Roque. Fue aquí, junto a la ermita, donde pasados casi dos años y reunido de nuevo el concejo, se decidió dar principio a la ciudad que sustituiría a la de Gibraltar y allí, se reunirán cuantos quedaron repartidos por los cortijos, chozas y cuevas de la zona, huyendo de los ingleses, genoveses y otros inicuos pobladores del Peñón, que no contentos con cuanto habían logrado, como si de berberiscos se tratara, se dedicaban a salir para saquear y robar a las familias desterradas. Allí construirán sus nuevas vidas, mientras se suceden los distintos intentos por recuperar la roca y continúan repitiéndose los ultrajes, trampas y felonías de sus piratas usurpadores, en la seguridad que da el grupo y custodiando el Pendón hasta que pueda regresar al lugar que los católicos reyes le dieran.
Por todo ello y desde entonces el rey de España dice: «Mi ciudad de Gibraltar, que está en San Roque».

El actual San Roque con Gibraltar al fondo


domingo, 10 de diciembre de 2017

«POR LOS CERROS DE ÚBEDA»

           



        Aprovechaba la tarde de descanso repasando algo de la siempre revuelta historia de nuestra edad media y más concretamente ojeando lo relacionado con la reconquista de la ciudad de Úbeda. —Alguno dirá que de reconquista nada, que no existió una conquista previa, o que no hubo continuidad en la acción y no se puede denominar así al ocurrir no sé cuantos siglos después, o cualquier otra cosa por el estilo; tache pues éste lo de reconquista y ponga toma, conquista, asalto o hasta genocidio si así le place, que tan al uso está ahora y no alterará lo fundamental de nuestra historia— Y en algún lugar de ese caos que formo con un montón de pestañas abiertas en mi ordenador y tres libros alrededor del teclado, leo sobre la aparición de Rodrigo Díaz de Vivar 'El Cid' en el campamento de su señor Alfonso VI a las puertas de Úbeda en el año 1091. Rodrigo no debería de estar allí, debería de estar sitiando la ciudad de Liria que se niega a pagar las parias que debe y esto no le hace ninguna gracia al rey a pesar de que es la reina Constanza la que convence al Cid para que se una a la expedición que su marido realiza contra los almorávides y que así éste le perdone. Dicen que fue entonces cuando al hincar la rodilla ante el monarca, éste, enojado y sabiendo que no estaba su vasallo donde debía,  le preguntó: «pero, ¿por dónde andáis Rodrigo?»  a lo que el Cid contesto: «ando por los cerros de Úbeda mi señor».
Poco o nada hay dónde confirmar que así fuera y aquí naciera la conocida expresión de «andar por los cerros de Úbeda» y desde ese punto se trasmitiera hasta nuestros días. Pero no fue así como lo aprendí ni como lo encontré por primera vez, así que mejor aprovechamos el momento y cuento mi versión.


            Terminada la famosa batalla de las Navas de Tolosa, Alfonso VIII tiene ganas de más. Hace menos de un año que su hijo el heredero Fernando de Castilla ha muerto tras regresar de una partida contra el castillo de Salvatierra; las Navas ha sido suficiente para paliar el desastre de Alarcos, pero los almohades huyen descontrolados y es el momento de acabar con ellos. Siguiéndolos hacia el sur, las tropas cristianas llegan a la ciudad de Baeza, pero ha sido abandonada, por lo que continúan hacia Úbeda. Allí, encuentran refugiados hasta cuarenta mil moros. —según nos cuenta más de trescientos cincuenta años después, en su descripción de la batalla, Gonzalo Argote de Molina. Pongamos que eran veinte mil, que ya son bastantes; si leemos a Francisco de Rades y Andrada, el cronista de la Orden de Calatrava, seguramente serán más— El ímpetu con que los cruzados asaltan las protecciones de la ciudad, unido al miedo que ahora campa entre los almohades, hacen que en el primer choque la ciudad sea desamparada y sus defensores se refugien en el alcázar. Desde allí se ofrece al rey de Castilla un pago de mil veces mil maravedíes, vasallaje de por vida y el pago de parias anuales. Alfonso está contento, en pocos años se ha pasado de estar acosado por los almohades y con miedo de que puedan atacar Toledo, a tenerlos suplicando por sus vidas y dispuestos a pagar por ellas; quiere aceptar la oferta. Pero, como dijera aquel insigne hidalgo: «con la iglesia hemos dado…» Desde que Alfonso diera inicio a la campaña ha mostrado digamos, mucha tolerancia a perdonar la vida a los moros e impedir el saqueo; si no hay saqueo, no hay botín y esto ya hizo marcharse a muchos de los cruzados venidos del otro lado de los pirineos. Esta vez es el propio arzobispo de Toledo, Jiménez de Rada, el que hace ver al rey que no es él quien decide, si no que se trata de un mandato del Papa Inocencio III; —que no pasaría a la historia precisamente por su inocencia, si no que le pregunten a los cátaros— que el fin de la cruzada es la expulsión de los enemigos de Dios y no su vasallaje y será excomulgado de no seguir el mandato divino. El rey manda asaltar el alcázar y el día 24 de julio de 1212, se abre brecha y se toma la fortaleza; todos aquellos que no mueren son hechos cautivos, las riquezas saqueadas y alcázar y defensas destruidas.
Dice Argote de Molina que el rey castellano hizo allí cien mil prisioneros, pero yo creo que los números no estaban entre las muchas cualidades del historiador. Fueran los que fueran, ya se encargó nuestro arzobispo de darles trabajo en la construcción de la nueva fortaleza de Calatrava, quien en ausencia del monarca tomó el mando de cuanto allí se continuó haciendo.
Dos años más tarde, el hambre y la peste se han cebado de tal manera con aquellas tierras, que Úbeda es abandonada a su suerte. Los seguidores de Mahoma se apoderarán de ella nuevamente y repararán sus defensas.



Tuvieron que pasar unos veinte años para que otro rey, esta vez Fernando III, nieto del anterior, estuviera a las puertas de Úbeda. —Digo «unos veinte», porque a día de hoy aún siguen dando vueltas, los estudiosos de la historia, a si fue en 1233, 1234 ó incluso 1235 para algunos. Yo haré caso hoy a Argote, quien nos ha servido bien, hasta ahora, en nuestra historia y me quedaré con 1234; aunque me duela ignorar al maestro Ramón Menéndez Pidal que es de los que se quedan con el año anterior. Pero lo cierto es que, para lo que nos ocupa, tanto nos da una fecha como la otra y lo mismo nos daría incluso aunque la pusiéramos en eso que llamaban «Era hispánica» que a fin de cuentas es lo que usaban en la época— El imperio Almohade está desecho, las ciudades se revelan desde aquella batalla de Las Navas y los cristianos aprovechan esa debilidad haciéndolas sucumbir a la espada u obligándolas al vasallaje y a sufragar con sus parias las guerras contra los que antes fueron hermanos.
Junto a San Fernando, y ante las murallas, a pesar de que hace años que cumplió los sesenta, nos volvemos a encontrar a don Rodrigo Jiménez de Rada, Arzobispo de Toledo y ahora también Canciller mayor de Castilla; lleva una vida obligando a los herejes a encontrarse con Dios, por las buenas o por las malas, y ahora que todo avanza tan rápido no será él quien se aparte del trabajo. Tras ellos, sus capitanes y entre los primeros, un tal Álvar Fáñez ‘el Mozo’ que mira con atención a las murallas.
La ciudad es fuerte, con los años ha mejorado sus defensas y no será fácil el asalto. San Fernando, ‘Martillo de la Reconquista’, decide, al igual que antes ha hecho con otras, ponerle sitio y rendirla por hambre. Llevan unos años haciéndolo, Álvar lo sabe bien pues ha acompañado al rey en todas sus últimas campañas. Por dos veces han puesto sitio a la ciudad de Jaén, que tarde o temprano caerá.  La taifa de Baeza es ya historia y ese tonto que se creía emir fue ajusticiado por sus tratos con cristianos. Es cierto que hubo algún momento de tensión en incluso la guarnición que quedó allí debió protegerse en el alcázar, pero eso ya pasó hace unos años y ahora Baeza está llena de vida con las caras de la nueva gente que, al igual que un día lo harán a Úbeda, han llegado desde Castilla, León, e incluso desde lejanos puntos de los reinos de Aragón y de Navarra; grandes son los privilegios que el rey concede y eso atrae a siervos de todas partes. Y entre todas esas gentes venidas del norte o quizá entre los oriundos de aquella tierra estaba, según se cuenta, alguna moza que había hecho perder la sesera a nuestro capitán.
Úbeda espera el socorro, pero los que podrían hacerlo están lejos, y los pocos que hay cerca, bastante tienen con preocuparse de sí mismos. Los meses pasan y dentro de la ciudad el hambre y la desesperación se apropian del pensamiento de sus pobladores. Fuera los sitiadores se desesperan y sufren también las carencias que un ejército acampado crea en su entorno. ‘El Mozo’ se inquieta, ha perdido la cuenta de los meses que llevan allí paseando frente a aquellos muros y viendo cómo, de vez en cuando, alguna flecha solitaria vuela desde la ciudad buscando algún despistado que como él se haya acercado más de la cuenta. Así cree haber oído que mataron, no hace muchos años, a un rey inglés al que le gustaba yacer con hombres y que por ello no dejó heredero. Lo gracioso es que además cuentan que el rey recompensó al ballestero; no será él quien recompense a quien le mate. No aguanta más, hace meses que no la ve y aquí no pasa nada; se ausentará por unos días.
Los defensores de la ciudad ven con impotencia que no habrá socorro a su situación, nadie acudirá en apoyo ni se podrían introducir víveres si los hubiese, aguantar más, sólo servirá para enterrar a más en una tierra que al final será de infieles; piden a Fernando III capitulaciones. El rey convoca a sus capitanes a fin de tratar las exigencias o concesiones que se darán a la guarnición de la plaza, con la sorpresa de ver que Álvar Fáñez, quien tan fielmente le ha servido siempre, está ausente del campamento.  Se respetará la vida de toda la población y se permitirá a cuantos así lo quieran abandonar la ciudad llevando consigo los bienes que puedan transportar y bajo la protección cristiana hasta la ciudad que deseen.
Días más tarde, —el 29 de septiembre de 1234, día de San Miguel Arcángel, patrón de Úbeda, según nuestro amigo el historiador y militar Gonzalo Argote de Molina— la plaza de Úbeda rinde sus puertas y muchos de sus pobladores ponen rumbo a Jaén donde años más tarde volverán a ser sitiados.
Pasado lo protocolario de la entrega y hallándose el rey Fernando III en el Alcázar junto a sus capitanes, apareció polvoriento por la galopada del camino Álvar Fáñez ‘el Mozo’, aquel que había estado ausente. El rey lo miró y pregunto: «¿dónde estabais capitán?» —«por los cerros de Úbeda mi señor».

  

Pocas pruebas o fuentes fiables tenemos de esto, o más bien ninguna, ni de que fuera el Cid, ni de que fuese Fáñez quien dio origen a eso tan conocido de «andar por los cerros de Úbeda», o incluso que, como cuentan otros, fuese en la primera toma de la ciudad y bajo las ordenes de Alfonso VIII dónde sirvió o más bien se despistó Álvar Fáñez, dando origen al dicho popular. Pero lo que sí parece bastante probable, viendo las coincidencias, es que hubo un rey a las puertas de una ciudad musulmana y un vasallo que en lugar de estar donde debía, se fue por los cerros de Úbeda.

domingo, 12 de marzo de 2017

EL COMANDANTE BENÍTEZ Y LOS HÉROES DE IGUERIBEN

Monumento en Málaga al comandante Julio Benitez
        
        Últimamente y por culpa de un montón de salvajes anclados en lo más oscuro de la edad media, no paramos de hablar de los moros, musulmanes, mahometanos, islamistas, ismaelitas, agarenos, sarracenos o como puñetas haya que decirlo ahora para que nadie se sienta ofendido. Y esto, el hecho de tenerlo tan en la cabeza, aún sin quererlo, hizo que hace unos días y mientras disfrutaba del sol malagueño paseando por un parque junto a mi mujer, la única y auténtica compañera que a veces es capaz de aguantarme, al descubrir entre una madeja de plantas, algo más salvajes de lo que sería deseable, la estatua olvidada de un viejo soldado malagueño de las guerras de África, me hizo pensar en las muchas vidas que hemos perdido en este sur de Europa y norte de África y el poco valor y reconocimiento que les hemos dado siempre.
Desde que el emperador Otón, allá por el 69 dC y en prueba de afecto, agregó la provincia de Mauritania Tingitana a la de la Bética, convirtiéndose en la Hispania Tingitana (con capital en Tingis -Tanger- o Transfretana (más allá del Fretum -Estrecho-), con más o menos frecuencia y en periodos más o menos prolongados, España ha tenido tierras en el norte de África entre las que desde 1956 dicen ser el reino de Marruecos y otras aún más al sur. Sería muy largo y difícil explicar ahora en tan escueto texto el cómo y el porqué de que en el principio del siglo XX y entre otros territorios, todo el norte del actual Marruecos y con una extensión aproximada de un par de provincias, fuese de dominio español, unos desde el siglo XV y otros de nueva incorporación; pero la cosa es que lo era al igual que el resto de África pertenecía a otras potencias de la época. Y al igual que esas otras potencias, España tenía más de un problema a la hora de hacer uso de esos dominios y de digamos, explicárselo a las tribus locales. En 1921 y en medio de esas explicaciones con las tribus locales, comandadas por un nativo, antiguo funcionario del gobierno español que se consideraba estafado —que algo de verdad había— se produjo lo que ha pasado a la historia como el “Desastre de Annual” y que para no extendernos mucho, diremos sólo que, costó la vida a más de 10.000 españoles que huyeron del territorio y murieron en su mayoría ejecutados tras su rendición bajo palabra de que sus vidas serían respetadas.

En medio de aquel apocalipsis de sangre y sed, donde se perdieron como he dicho muchas vidas de nuestros soldados, de los suyos y de los que cambiaron de bando —que no fueron pocos— estaba el hombre del que quiero hablar hoy. Muchos fueron cobardes o ineptos, aunque estos en su mayoría siempre se escapan con vida y algunos de ellos, los de más alto rango, incluso consiguieron no tener que rendir cuentas una vez que todo acabó. Pero el Comandante Benítez, no era de esos, el fue de los otros, de los héroes que seguros de que luchaban por su Patria y de que debían hacerlo hasta el final, así lo hicieron, Y si bien en algún caso se les rindió tributo, en general quedaron olvidados para siempre y sin ningún respeto a sus actos, ya que sacarlos a la luz era sacar también lo que no interesaba.



El día 2 de julio de 1921 toma el mando de Igueriben, el comandante Julio Benítez. Ha sido durante unos días el jefe que ha mandado valerosamente la defensa del campamento de Sidi Dris y eso les da seguridad a sus jefes. Igueriben es un pequeño destacamento que se ha situado al sur de Annual, donde se encuentra el grueso del ejército de Melilla, con el fin de dar protección a éste contra los asaltos de las tribus rifeñas. Nada más incorporarse Benítez se da cuenta de que aquello, a pesar de haberse fortificado de la mejor manera, no es más que una loma que ni siquiera domina a las cercanas y tan imposible de defender como lo fue la de Abarrán, donde hace tan sólo un mes que cayeron sus defensores.

Destacamento de Igueriben (dibujo de la época)
Se han levantado muros y alambradas y se han cavado trincheras al tiempo que se montaron tiendas para vivienda y almacén, pero allí no hay una gota de agua. Hacia el norte, nada más bajar de la loma, hay un pozo, pero está seco; el agua hay que ir a buscarla un poco más allá, hasta el rio. A diario debe bajarse con las mulas a hacer aguada, los trescientos cincuenta hombres del destacamento consumen más de lo que sería deseable, puesto que al otro lado del río está la colina de los árboles, de algo más de altura que la de Igueriben y desde donde los rifeños llevan casi un mes practicando el tiro al blanco con los nuestros. Benítez comunica todo esto a su general, pero las órdenes son claras, permanecer ahí y defender la posición.
El día 14, las tropas de aquel antiguo funcionario desencantado (Abd el-Karim), formadas principalmente por labriegos que ni siquiera saben por qué están luchando pero que cada vez están más motivados y mejor armados, gracias al material arrancado de las manos de nuestros compatriotas muertos, que junto a las arengas de sus jefes religiosos les hace sentirse invencibles, comienzan a hostigar seriamente el campamento haciendo imposible las aguadas. Los montes y barrancos cercanos se llenan de miles de moros que gritan noche y día moviéndose alrededor de la posición que defienden nuestros soldados, unos más asustados y otros menos pero todos conscientes de lo que se les viene encima. El día 17 el cerco es total y nuestros hombres van ocupando los puestos donde, como nos recordaba nuestro más insigne caballero andante en su discurso de las armas y las letras, “…apenas uno ha caído donde no se podrá levantar hasta la fin del mundo, cuando otro ocupa su mesmo lugar…” y eso es lo que les esperaba, pues la mayoría no se moverían más de su puesto de guardia.
Guerra del Rif. Soldados defendiendo una posición.
El Comandante ha solicitado ayuda, y en respuesta a ello, desde Annual, tan cerca y a la vez tan lejos, se trata de romper el asedio a los de Benítez enviando un convoy con agua y municiones. Pero nada más salir se dan cuenta de que no les será fácil, están siendo acribillados por el enemigo, el jefe al mando ha sido de los primeros en caer, mientras la subida a la colina se hace interminable. Benítez mueve a sus tiradores para tratar de ayudar cubriendo a la caravana de acémilas que se acerca, pero lo que realmente consigue abrir brecha entre los asediadores, son las cargas del escuadrón de caballería de regulares que da protección al convoy. Muchas quedan en el camino, pero la mayoría de las caballerías cargadas consigue entrar en el reducto que se defiende. El Teniente Joaquín Cebollino, en el límite entre el valor y la locura irresponsable, al mando del escuadrón de caballería, vuelve a atravesar al enemigo, recupera sus heridos y regresar a Annual. Sin duda, esta muestra de valor, entrega y eficacia por parte de los miembros del escuadrón dieron pie no sólo a la merecida recompensa para Cebollino, sino a que más tarde fuese el Regimiento Alcántara, con sus cargas de caballería, el que se encargase de proteger la retirada o casi huida de Annual, lográndolo a costa de sus vidas. Aunque para nada, o casi nada, sirvió al final el sacrificio del Alcántara, al igual que acababa de pasar en Igueriben. El constante bombardeo de disparos a que había sido sometido el convoy, había conseguido que casi la totalidad del agua se perdiera por los agujeros de proyectiles que había en cuantas barricas llegaron. Un día duro, mucho calor y escaso líquido para limpiar del pensamiento tanta sangre como había costado. A partir de este momento no hubo más agua y se empezó a recurrir a beber el jugo de las pocas latas de conserva que aún existían.

Convoy de acémilas en la guerra del Rif
Esa misma noche los rifeños asaltan la posición sin dar descanso a los sitiados. Los artilleros disparan los cañones cargados con metralla hacia donde creen ver algo en la oscuridad, al tiempo que el resto lanza granadas o hace uso de los fusiles. “Esta noche los moros han estado tan cerca que podían escucharse sus insultos a los oficiales y las ofertas para rendirse a cambio de poder marchar libre, pero los nuestros contestaban con gritos de viva España y disparos hacia ellos”, dicen que escribiría Benítez. Al día siguiente y al tiempo que el sol asciende, lo hace también un olor insoportable; durante el combate, las casi 50 mulas del convoy que se encontraban entre los parapetos y las alambradas, han muerto o han sido sacrificadas para evitar que asustadas, lo destrozaran todo tras engancharse en los alambres. Los más de 40 grados del mediodía han hecho que se hinchen y están reventando, al tiempo que lo hacen también los labios resecos de los hombres que mascan mondas de patatas tratando de sacarles algo de jugo.
Conocedores de la situación por las constantes comunicaciones de los asediados, desde Melilla despegan dos aviones, pero lo poco que dejan caer sobre el enemigo no sirve sino para excitarlos aún más. En la loma de los árboles, el enemigo ha instalado un cañón que no para de bombardear la posición causando bajas y destrozos.

Durante la noche los intentos de asalto se intensifican, pero son rechazados gracias a las pocas granadas que les quedan; pero ya no hay más, se han agotado, no aguantarán si siguen así. A las cuatro de la mañana Benítez pide ayuda a la desesperada y en Annual se pone en marcha un nuevo convoy. Tres columnas tratan de abrirse paso, pero apenas han salido se ven obligadas a retroceder; se los están comiendo, el acoso llega hasta casi las puertas del campamento que se ve obligado a usar no sólo sus fuerzas sino incluso las que acaban de llegar de otros asentamientos, para permitir el repliegue.
En Igueriben han pasado el día disparando desde los parapetos, las granadas se acabaron, la munición escasea, quemados por el sol y la sed se han bebido incluso la tinta de los escritorios y se ha recurrido a guardar lo que el propio cuerpo expulsa y endulzarlo para mojar algo los labios; ya no hay asco, sólo necesidad. Todo el mundo tiene una piedra en la boca con la que intenta generar saliva. El día ha sido malo, ha muerto mucha gente y no se ha conseguido nada; mañana será peor.

Cabilas rifeñas asaltando una posición  cercada.
Al caer la nueva noche las oleadas constantes de enloquecidos enemigos asaltan y tratan de tomar la loma que los héroes defienden casi con los puños. Benítez que se gana el respeto de todos, lucha como uno más levantando el ánimo allí donde decae; pero las cargas son tan constantes que pide a Annual que bombardee alrededor del asentamiento. Por una vez, todo sale bien, y con perfección milimétrica los obuses caen alrededor de los nuestros y alejan asustados a los atacantes. El día 20 aunque sin poder abandonar los puestos de tiradores, les da un pequeño descanso. En Annual se ven incapaces de ayudar a Igueriben y temen al ver la multitud que también les rodea a ellos y la escasez de munición que se intuye.
La noche volverá a ser terrible, sólo quedan unos cien hombres en condiciones de luchar; apenas cubren el parapeto. A las peticiones de nuestro comandante, desde Annual contestan: “resistid esta noche, y mañana os juramos que seréis salvados, o todos quedaremos en el campo del honor.”

Lucha cuerpo a cuerpo entre españoles y rifeños.
Amanece el día 21 y en Annual se prepara un nuevo convoy y dos fuertes columnas para protegerlo que parten enseguida. Pero la moral de los hombres y su espíritu combativo son del todo inexistentes, evitan al enemigo, tiemblan, se esconden, están convencidos de que los moros los van a matar, no queda más remedio que retroceder. El general Silvestre, responsable de todo aquel desastre, que acaba de llegar con cuantos hombres ha podido encontrar en el cuartel de Melilla, ordenanzas, camareros, cocineros, carpinteros, herreros y en general más artesanos que soldados, junto a cuantos pelotas y enchufados, que no pudieron pagar las 2000 pesetas que eximían del servicio militar pero sí buscarse un buen puesto en comandancia —aunque siempre se lea por ahí que sólo los pobres iban a la mili, lo más exacto sería, que sólo los bastante ricos se escapaban, pues difícilmente alguien que no fuera rico podía tener en casa lo que vendrían a ser unos quince o veinte mil euros de ahora para que el niño no vaya a filas—, presencia el fracaso de intento de salvar Igueriben y la llegada del último comunicado de Benítez: “Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, un puñado de españoles que ha sabido sacrificarse delante de vosotros”. Silvestre contesta autorizándole a parlamentar con el enemigo, a lo que el comandante enfadado responde: “Los oficiales de Igueriben mueren, pero no se rinden”. Más tarde llegaría la orden de evacuar, y nuestro héroe mandó respuesta: “Nunca pensé recibir de vuestra excelencia orden de evacuar esta posición, pero cumpliendo lo que se me ordena, en este momento, y como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola y protegiéndola debidamente, pues la oficialidad que integra esta posición,  conscientes de nuestro deber, sabremos morir como mueren los oficiales españoles”. Se preparó una columna con protección en los flancos, vanguardia y retaguardia, se inutilizó cuanto pudiera ser de provecho al enemigo y se mandó el último mensaje: “Aún me quedan doce cargas de cañón que empezaremos a disparar para rechazar el asalto, contadlas y al duodécimo disparo, fuego sobre nosotros; pues moros y españoles estaremos revueltos en la posición”.
Inscripción en el monumento a Benítez.
Abiertas las puertas la tropa inicia la salida en dirección a Annual mientras los oficiales disparan a cuantos tratan de impedirlo asaltando tanto la loma como a la columna que trata de alejarse.
Las últimas horas de la tarde del día 21 de julio de 1921 ven llegar al campamento de Annual, lo que queda de la guarnición de Igueriben, en el mejor de los casos 36 hombres de los más de 350 que la formaban —aún hoy, como consecuencia de lo que después vendría para Annual, no está claro cuántos llegaron al campamento, pero se cree que entre 14 y 36 —, de los que algunos morirían como consecuencia del atracón de agua que se dieron. El comandante, don Julio Benítez, tras recibir un disparo en el pecho, quedó al igual que sus compañeros oficiales en aquella mal elegida loma. Sólo el teniente Luis Casado Escudero sobrevivió y fue hecho prisionero, tras dieciocho meses de reclusión trabajando en el huerto de su captor, volvería para contarnos la historia. Increíblemente unos años más tarde sería ejecutado a los pocos días del comienzo de otra fatídica guerra, acusado de “actividades antipatrióticas y antimilitares”

La caída de Igueriben fue el detonante mayor para lo que vino después y que, como dije al inicio, ha pasado a la historia con el nombre de “Desastre de Annual” y cuentan que se llevó a más de diez mil españoles. Se ha hablado de la ineptitud del mando en Melilla, de la pasividad del gobierno ante lo que se veía venir, de las carencias tremendas en el ejército que allí teníamos y de su falta de espíritu y su cobardía, pero 15 años de políticas cambiantes y una guerra después, hicieron que todo quedara callado, que siempre hubiera algo más urgente que hacer o aclarar y al igual que se olvidó a los cobardes o ineptos, se hizo lo mismo con los que lo dieron todo. Sirva esto, como mi pequeño homenaje a estos últimos, para traerlos de nuevo al pensamiento y para explicar por qué algunos seguiremos siempre defendiendo hasta el último trocito español por el que tanta sangre derramaron.

domingo, 1 de enero de 2017

ÁRBOL, BELÉN, O QUÉ

            Desde siempre, cada vez que ha llegado a nuestras casas la Navidad, hemos escuchado comentarios sobre si ésta o aquella otra costumbre es la más española, o hemos visto cómo nuestro vecino desprecia tal cosa por ser, según él, foránea  o anglosajona. Incluso comprobamos, sobre todo últimamente, cómo algunos plenos de ayuntamientos gastan su tiempo, ese que tienen para solucionar nuestros problemas, en discutir qué costumbre es la que deben o no seguir; para después saltárselas todas para no herir sensibilidades, sin duda excesivamente sensibles.
            No podremos solucionar esto ni aquí ni ahora, pero si veamos al menos de dónde nos sacamos eso del árbol y el belén y cuál de ellos, si es que alguno lo es, es costumbre nuestra.

Contaba Henry Van Dyke en su libro “The First Christmas Tree”, (El primer árbol de navidad) y otros muchos en otros muchos sitios, que San Wynfrith, —San Bonifacio para los que no entendemos de esto— patrón de los cerveceros, —ése sí que es un dato importante— al que se considera mártir inglés, estaba allá por el principio del siglo VIII tratando de sumar para la fe romana a los paganos frisones y sajones, mientras aquí don Pelayo se las ingeniaba para intentar bajar de su montaña. Y que un buen día se enteró que con motivo del solsticio de invierno, pensaban hacer un sacrificio bajo un roble que creían sagrado. —Cosa muy común por aquellos tiempos, la de otorgar poderes mágicos a un árbol, y no tan rara hoy en día; basta con ver el Carballo de Santa Comba de Pías, en la Coruña o el más famoso árbol de Guernica, ambos robles, por cierto—. Harto de ver como se arremolinaban alrededor del árbol para estas salvajadas, tomó un hacha y se encaminó hacia el lugar. Y parece ser que, a pesar de las advertencias de los allí reunidos sobre los castigos que los dioses derramarían sobre él, comenzó a propinar tajos al tronco hasta dar con la tan robusta planta en el suelo, donde más tarde le prendió fuego consumiendo cuanto podía arder en el lugar.


Sólo un pequeño abeto sobrevivió. Y Bonifacio —que por aquel entonces aún no era santo—, cayó en el mismo error que aquellos a quienes trataba de enseñar. Consideró la incombustibilidad de la conífera una señal de Dios, lo llamó árbol del niño Jesús y permitió que los supuestos nuevos cristianos se reunieran bajo él. Error de Bonifacio que sólo ayudó a que años más tarde Carlomagno aún siguiera por aquellas tierras cortando robles sagrados. —Pero no era el único. En nuestra España, ya desde los primeros años de romanización, se venían prohibiendo esas prácticas y aún en el año 693, en el XVI concilio de Toledo podemos ver que se pena al que rinda culto a los lugares sagrados de los árboles. Está claro que algunos se escaparon—.


Así pues, de una o de otra forma, en Europa, sobre todo en la del norte, se siguió rindiendo culto a los árboles o alrededor de ellos; aunque cada vez más abetos y menos robles. Y fue ya por el siglo XVI cuando el amigo Lutero —aquel que trató de fastidiar al Papa el chollo de vender indulgencias a precio de oro para pagar su Basílica de San Pedro—, impulsó la costumbre de adornar el árbol: manzanas para simbolizar el pecado original y velas para la luz de Cristo.
Lutero y sus seguidores no caían del todo bien en la España de los Austrias, por lo que no es raro que se considerara cosa hereje y extranjera eso del arbolito; y no fue hasta 1870 cuando en Madrid, en el palacio del Marqués de Alcañices, la esposa de éste, una princesa de origen ruso, puso el primer árbol de navidad en nuestro país.

Y en cuanto al belén: Parece ser que fue al primero de los Franciscanos aquel a quien, allá por el principio del siglo XIII, se le ocurrió representar el nacimiento de Cristo, y lo hizo en forma de belén viviente, tras conseguir que el Papa Honorio III, entre cruzada y cruzada, le diese su aprobación. Siguieron las órdenes franciscanas con estas representaciones y alrededor de doscientos años después, en la tierra de Nápoles, cambiaron a los personajes reales por figuras de barro. Se convirtió ésta, en una costumbre que rápidamente imitaron todas las iglesias y monasterios y que poco a poco fue copiada por la aristocracia deseosa de ver también en sus palacios aquellas representaciones que cada vez se hacían con más personajes.

Se propagó a toda Europa, incluida Inglaterra donde años después al decidir Enrique VIII enfadarse con el Papa porque no le dejaba hacer lo que se le venía en gana, se prohíben y se queman los belenes; hasta el punto de que en 1.601 sale a la luz un decreto por el que se condena a muerte a aquel que no cumpla la prohibición. En la España peninsular, si bien cuentan que ya desde 1.471 existía un taller de figuras en Alcorcón, no es hasta la llegada de Carlos III que desde Nápoles se trae su afición, cuando se difunde, alcanzando el resto del imperio en poco tiempo, movidos todos por su deseo de copiar a la nobleza.

Si bien lo del árbol parece tener origen cristiano tratando de tapar un culto que no lo era tanto, no gustaba aquí mucho por aquello de ser fomentado por el hereje Lutero y el sólo hecho de que el belén no fuese del agrado de los hijos de la pérfida Albión ya nos hacía sentirlo más nuestro, y aunque nacido en Nápoles, tierras de la corona eran a fin de cuentas, por lo que fácil es entender por qué siempre se dijo que lo español es el belén y no el árbol. Pero la verdad es que, si no queremos tener duda de que la celebración la hacemos al modo español, lo mejor será ir a la Misa del Gallo, que desde que en el siglo V el Papa Sixto III la instauró, de una u otra forma y en menor o mayor medida, se ha celebrado cada año en las tierras de nuestra España. Por cierto que nada tiene que ver con ningún gallo, sino tan sólo con que los romanos llamaban así, “el gallo” o “el canto del gallo” al momento en que se pasa de un día al siguiente, o sea, las doce de la noche.

Si lo que se pretende es buscar el adorno no religioso, la parte civil o laica de la fiesta, me temo que será difícil, téngase en cuenta que lo que se conmemora, aunque nos podamos equivocar en las fechas, es el nacimiento de Cristo, no el solsticio de invierno. Para eso otro, mejor nos buscamos un roble.

jueves, 1 de diciembre de 2016

LA EMPRESA DE INGLATERRA (Mal llamada Armada Invencible)

Parece estar de moda mostrar en público nuestro desconocimiento de la historia, —eso cuando no nos empeñamos en cambiarla al gusto; — Y es que no paro de encontrar afirmaciones sobre tal o cual hecho histórico, a cual más increíble. Hace unos días fue que el muro de Berlín estaba en América separando a ricos y pobres, y hoy otra barbaridad sobre la “Armada Invencible”. No voy a explicaros dónde está Berlín, así que trataré de narrar, de la forma más escueta posible —cosa harto difícil —, qué ocurrió en esa empresa de nuestra armada. Dudo realmente que sirva para ayudar a esos que nadan en tan grande ignorancia, pues no creo que se molesten ni tan siquiera en leer; no obstante y con el fin de ayudar a quien lo busque, he aquí el flotador que les lanzo.
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Estábamos atravesando eso que alguien unos doscientos años más tarde llamaría “siglo de oro” y aunque dicen que lo hizo al referirse a la poesía, yo creo que más bien pensaba en el que se malgastó tratando de mantener una iglesia que, al menos en el resto de Europa, no parecía tener ganas de quedarse. Éramos los dueños de medio mundo, gobernado por un rey que entre sus muchas virtudes no contaba con la de la tolerancia religiosa, por lo que real que llegaba de América, real que se empeñaba para defender la fe a mamporros. “No quiero ser rey de herejes aunque pierda todos mis estados”, fue lo que dijo un día, y con eso queda claro por qué los terminamos perdiendo. Enfrascados en guerras por toda Europa no prestamos la suficiente atención a una diabla pelirroja que habitaba la isla que está al norte; la jodida Isabel I que no paraba de regalar patentes de corso a cuantos piratas quisieran hacernos la vida imposible, y que al tiempo que nos ponía buena cara, procuraba financiar y apoyar a los que se levantaban en Flandes.
Al bueno, o malo —que eso es cuestión de gustos— de Felipe II se le inflaron un poco, y decidió poner fin a tanta osadía poniendo en marcha lo que llamó “La empresa de Inglaterra”, que básicamente consistía en crear una gran armada que cargada con nuestras tropas llegara hasta la mismísima torre de Londres enseñándoles modales.


El más grande de los marinos de la época, don Álvaro de Bazán, se encargó del proyecto. Tras un primer diseño rechazado por no llegar los cuartos, en 1588 comienza a reunirse en la desembocadura del Tajo la que será llamada “Grande y Felicísima Armada”, que lastimosamente, incluso aquí, llamamos hoy “Armada invencible”, después de que algún hijo de la gran Albión con ganas de cachondearse  se encargara de rebautizarla; ¿qué le vamos a hacer?, en esta España nuestra siempre hemos sido de quedarnos con lo de fuera antes que con lo propio. Hace más de un año de la primera idea y los ingleses que ya tienen conocimiento de lo que se pretende, fabrican barcos como locos para hacernos frente, al tiempo que repentina y un tanto misteriosamente, don Álvaro, nuestro almirante, el temido por los ingleses, enferma y muere. ¿Blanca mano venida de más allá del canal?
Los mejores están en la empresa, cualquiera puede mandarla de sobra, pero esto es España y sin Bazán todos se van a empeñar en tener la razón. El problema es pequeño pues está claro que Dios está con nosotros que sólo queremos restablecer la verdadera fe. Así que nuestro magno rey Felipe, el segundo, pone al mando a Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina-Sidonia, quien dice no tener ni idea del arte de la guerra ni mucho menos de navegar y que además, se marea. Pero Alonso es duque, lo que le da la valentía y el conocimiento necesarios para cualquier empresa y como ya he dicho la victoria o derrota sólo depende de Dios y no de esas menudencias.

Al final de mayo de ese año la Grande y Felicísima Armada pone rumbo a Finisterre, con unos víveres que se pudrirían antes de abandonar las aguas propias, —alguno hizo fortuna vendiendo como alimento de marinos lo que era malo para los cerdos—, con la cuarta parte de los barcos que en principio proyectara Bazán, anticuados y preparados para la navegación en el Mediterráneo y no en el mar del Norte. Los planes han cambiado también, en lugar de transportar un ejército desde España, se dirigen a Flandes dónde se embarcarán los Tercios que allí se encuentran, y al mando de Farnesio invadirán la isla de los herejes.
El 30 de julio 122 barcos se acercan al canal, se nos han quedado 8 por el camino, lo que nos da una idea de en qué vamos montados, de ellos sólo aproximadamente la mitad son de guerra y de éstos, sólo 20, galeones modernos, el resto transportes. Al acercarnos a la costa descubrimos que la flota inglesa que nos supera en número aunque no en potencia de fuego, ni mucho menos en redaños, está fondeada en la bahía de Plymouth. Y aquí surge el primer problema; nuestros hombres de mar y guerra dicen que hay que aprovecharse de su falta de maniobrabilidad ahí dentro, y machacarlos a todos ahora que tenemos el viento a favor. Pero la sapiencia que da un ducado o la falta de lo que a los marinos les sobra, hace que el de Medina-Sidonia ordene continuar rumbo a Flandes.
La flota inglesa, unos 190 barcos en total, con sus 34 galeones modernos en cabeza nos sigue de cerca. Navegamos en formación de media luna, con los galeones en el exterior defendiendo y el resto en el centro con el duque bien protegidito. Pronto nos dimos cuenta que los ingleses hostigaban desde lejos con pequeños cañones de largo alcance, pero no se acercaban a tiro de los nuestros que tenían más genio pero peor vista; y cuando algunos galeones detenían su camino a fin de hacerles frente, los hijos de Isabel I rehuían el combate, lo que irritaba a los nuestros que hasta alguna palabrilla aprendieron en la lengua de Britania para despacharse a gusto. Era imposible alcanzarlos con nuestras andanadas que caían al agua antes de llegar, y una lluvia de hierro se nos venía encima cada vez que hacían fuego. Pero era de tan pequeño calibre y tan lejana que en los 7 días que entre disparos se tardó en llegar a la costa de Calais donde se fondeó, sólo se sufrió la baja de dos barcos; uno por la accidental explosión de su santabárbara, y el segundo por colisionar contra otro. El duque decidió abandonarlos a su suerte, que lógicamente fue para sus ocupantes el filo de las cuchillas inglesas y puso a marinos y oficiales en contra de su jefe.
Fondeados en aquellas aguas, el de Medina-Sidonia envió mensajes a Alejandro Farnesio para que procediera al embarque de las tropas. Pero ni los hombres ni los pertrechos estaban aún en disposición de hacerlo, y además, no pensaba poner en peligro a sus tercios en una maniobra tan arriesgada mientras no se limpiara la costa de las naves enemigas que acechaban. Esa misma noche y aprovechando el viento favorable, los ingleses lanzan 8 embarcaciones en llamas y cargadas con pólvora contra la armada, que tras conseguir desviar sólo a dos de ellas, se ve obligada a levar anclas incluso cortando los cabos y perdiéndolas en muchos casos. Con esto se evitó un mal mayor y ningún barco sufrió daños.
La mañana del día 8 los vientos contrarios habían dispersado la flota y los ingleses aprovecharon para acercarse a aquellos que se encontraban más aislados. Las prisas en la fabricación de nuestros cañones, o el robar unos reales,  hicieron que éstos fueran defectuosos en gran número y estallaban por los aires llevándose por delante a cuanto hijo de vecino se encontraba cerca. Además nuestra idea de guerra entre barcos era anticuada e igual a la de tierra; se soltaba una andanada y después se abordaba al enemigo como el que asalta un castillo, por lo que nuestros cañones no estaban pensados para un segundo disparo y montaban cureñas pesadas de sólo dos ruedas que  hacía muy difícil recargar en combate. Los ingleses que temían a nuestras espadas nunca permitieron el cuerpo a cuerpo, por lo que la mayor parte de la lucha hubo de ser a base de fuego de culebrinas de largo alcance, en lo que nos superaban en casi cinco a uno. No obstante el duque mandó aguantar la formación al resto de la flota y no acudir a los puntos de lucha, lo que para algunos fue acto de cobardía. —Aunque con las herramientas que teníamos para jugar, no sabemos si no fue lo mejor—. El día siguiente, la que para los ingleses es su gran victoria en la batalla naval de Gravelinas, había terminado con tan sólo la perdida de tres barcos y no habría ya más lucha. Una tormenta arrastraba nuestras naves contra las playas de Zelanda donde se perderían  encallando, pero cuando todo se pensaba perdido, Dios se acordó de que un montón de españolitos creían luchar en su nombre e hizo rolar el viento, lo que permitió salir de nuevo a mar abierto.
El duque reúne a sus capitanes porque no sabe qué hacer. Los vientos no permiten a nuestros anticuados barcos regresar al punto de encuentro con las tropas de Flandes, y la falta de anclas en muchos de ellos impide fondear de nuevo. Unos quieren buscar puerto más al norte donde esperar hasta que se pueda hacer lo previsto, otros plantar cara a los ingleses con lo que se tenga; pero Alonso Pérez de Guzmán, el VII duque de Medina-Sidonia, cansado del mar y de la guerra que no le gustan, dice que las órdenes eran embarcarlos donde no se ha podido y que por tanto se regresa a España.
Ni el viento ni la flota inglesa nos permiten volver por donde vinimos, así que con una armada compuesta por multitud de tipos diferentes de embarcaciones, salvo los galeones todas ellas pensadas para las tranquilas aguas mediterráneas y no las del mar del Norte, nuestro almirante en funciones manda rumbo norte con la terrible intención de rodear las islas. Los ingleses no se lo pueden creer, no les queda ni una libra de pólvora con la que dispararnos y el miedo hacía días que los tenía levantando barricadas en el Támesis, pero los españoles se van para no volver.
Las próximas semanas fueron terribles, la falta de agua para la travesía que se esperaba, hizo al duque ordenar lanzar por la borda a los caballos que podrían haber servido para paliar el hambre que más tarde vino. Las continuas críticas de los militares a su mando, hicieron que mandara colgar del palo a uno de sus capitanes para calmar a los marinos y que él mismo, según decía, se sintiese enfermo. Tenía prisa, no quería saber nada más de la expedición y quería terminar cuanto antes, así que cuando ocurrió lo que ya se había visto antes y los barcos más lentos o peor preparados para aquellas aguas comenzaron a quedarse atrás, tiró del dicho popular ese de que cada perro se las apañe por su cuenta y  sin mirar atrás continuó camino con los pocos que podían seguir su estela.
Dijo Felipe II una vez acabó todo, que había mandado sus naves a luchar contra el enemigo, no contra los elementos. Y es que ni el lema de la armada que decía “Álzate Señor y defiende tu causa”, ni el diario rosario obligado por ley en todos los barcos, sirvieron para calmar las tempestades que en las siguientes semanas y entre la costa norte de Escocia y la sur de Irlanda, dieron con 24 (hay quien dice que hasta 30) de nuestras naves en las piedras; desde donde destrozadas vomitaban a los pocos supervivientes que conseguían mantenerse a flote y nadar hasta tierra. Tierra plagada de ingleses que pasaban a cuchillo a los pobres desgraciados que ansiaban pisarla. Los irlandeses, (al menos los católicos), esperaban nuestra llegada que les ayudaría a librarse del yugo que sentían, pero sólo pudieron ver cómo a unos de los nuestros los destripaban indefensos y otros se ahogaban sin remedio. Al contrario que nosotros, en aquellas rocosas costas, ellos aún hoy los recuerdan y homenajean de vez en cuando.

Las cifras en esto de la historia son siempre un lío en el que no se ponen de acuerdo, —cosa muy española—, por lo que por lo menos yo, no tengo claro cuántas fueron las embarcaciones que a lo largo de septiembre y octubre fueron apareciendo en nuestros puertos cántabros. Lo que sí está claro es que nuestro señor duque, don Alonso Pérez de Guzmán, con bastantes menos redaños que aquel su antepasado de Tarifa al que llamaron “El Bueno”, fue el primero en aparecer; y con una fuerte depresión y sin esperar nada, huyó del problema refugiándose en sus  dominios andaluces donde se afanó en olvidarlo todo.

Claro está que no ganamos aquella empresa, como a pesar de los intentos de la pelirroja por evitarlo se dijo durante largo tiempo en las tierras de nuestro vecino francés, —extraño con lo mal que nos querían,— y claro está también que el genio de Poseidón lo puso difícil. Pero aún está más claro que ésa a la que la pasividad española y la leyenda negra nos han obligado a llamar Armada Invencible, estaba ya perdida desde el momento en que nuestro buen Marques de Santa Cruz don Álvaro de Bazán murió preparando algo a lo que el resto de España, empezando por el rey, no dedicó más esfuerzos que los de un montón de rosarios.

No tardaron ni un año los ingleses en presentarse en nuestras costas con una flota aún más grande, ellos decían venir a destruir cuantos barcos se reparaban en nuestros puertos y a tomar Lisboa, pero yo creo que venían a por lo que no pudimos darles en el canal. Y ya se encargó María Pita, en La Coruña, de pagarles, o más bien pegarles, cuanto les debíamos y devolverlos a su casa con el rabo entre las piernas. Pero ésa, que fue la mayor derrota naval de la historia inglesa, a la que llamamos “Contra Armada”, haré como ellos y me la callo, o la dejo para otro día.