Páginas

Me gusta

domingo, 10 de diciembre de 2017

«POR LOS CERROS DE ÚBEDA»

           



        Aprovechaba la tarde de descanso repasando algo de la siempre revuelta historia de nuestra edad media y más concretamente ojeando lo relacionado con la reconquista de la ciudad de Úbeda. —Alguno dirá que de reconquista nada, que no existió una conquista previa, o que no hubo continuidad en la acción y no se puede denominar así al ocurrir no sé cuantos siglos después, o cualquier otra cosa por el estilo; tache pues éste lo de reconquista y ponga toma, conquista, asalto o hasta genocidio si así le place, que tan al uso está ahora y no alterará lo fundamental de nuestra historia— Y en algún lugar de ese caos que formo con un montón de pestañas abiertas en mi ordenador y tres libros alrededor del teclado, leo sobre la aparición de Rodrigo Díaz de Vivar 'El Cid' en el campamento de su señor Alfonso VI a las puertas de Úbeda en el año 1091. Rodrigo no debería de estar allí, debería de estar sitiando la ciudad de Liria que se niega a pagar las parias que debe y esto no le hace ninguna gracia al rey a pesar de que es la reina Constanza la que convence al Cid para que se una a la expedición que su marido realiza contra los almorávides y que así éste le perdone. Dicen que fue entonces cuando al hincar la rodilla ante el monarca, éste, enojado y sabiendo que no estaba su vasallo donde debía,  le preguntó: «pero, ¿por dónde andáis Rodrigo?»  a lo que el Cid contesto: «ando por los cerros de Úbeda mi señor».
Poco o nada hay dónde confirmar que así fuera y aquí naciera la conocida expresión de «andar por los cerros de Úbeda» y desde ese punto se trasmitiera hasta nuestros días. Pero no fue así como lo aprendí ni como lo encontré por primera vez, así que mejor aprovechamos el momento y cuento mi versión.


            Terminada la famosa batalla de las Navas de Tolosa, Alfonso VIII tiene ganas de más. Hace menos de un año que su hijo el heredero Fernando de Castilla ha muerto tras regresar de una partida contra el castillo de Salvatierra; las Navas ha sido suficiente para paliar el desastre de Alarcos, pero los almohades huyen descontrolados y es el momento de acabar con ellos. Siguiéndolos hacia el sur, las tropas cristianas llegan a la ciudad de Baeza, pero ha sido abandonada, por lo que continúan hacia Úbeda. Allí, encuentran refugiados hasta cuarenta mil moros. —según nos cuenta más de trescientos cincuenta años después, en su descripción de la batalla, Gonzalo Argote de Molina. Pongamos que eran veinte mil, que ya son bastantes; si leemos a Francisco de Rades y Andrada, el cronista de la Orden de Calatrava, seguramente serán más— El ímpetu con que los cruzados asaltan las protecciones de la ciudad, unido al miedo que ahora campa entre los almohades, hacen que en el primer choque la ciudad sea desamparada y sus defensores se refugien en el alcázar. Desde allí se ofrece al rey de Castilla un pago de mil veces mil maravedíes, vasallaje de por vida y el pago de parias anuales. Alfonso está contento, en pocos años se ha pasado de estar acosado por los almohades y con miedo de que puedan atacar Toledo, a tenerlos suplicando por sus vidas y dispuestos a pagar por ellas; quiere aceptar la oferta. Pero, como dijera aquel insigne hidalgo: «con la iglesia hemos dado…» Desde que Alfonso diera inicio a la campaña ha mostrado digamos, mucha tolerancia a perdonar la vida a los moros e impedir el saqueo; si no hay saqueo, no hay botín y esto ya hizo marcharse a muchos de los cruzados venidos del otro lado de los pirineos. Esta vez es el propio arzobispo de Toledo, Jiménez de Rada, el que hace ver al rey que no es él quien decide, si no que se trata de un mandato del Papa Inocencio III; —que no pasaría a la historia precisamente por su inocencia, si no que le pregunten a los cátaros— que el fin de la cruzada es la expulsión de los enemigos de Dios y no su vasallaje y será excomulgado de no seguir el mandato divino. El rey manda asaltar el alcázar y el día 24 de julio de 1212, se abre brecha y se toma la fortaleza; todos aquellos que no mueren son hechos cautivos, las riquezas saqueadas y alcázar y defensas destruidas.
Dice Argote de Molina que el rey castellano hizo allí cien mil prisioneros, pero yo creo que los números no estaban entre las muchas cualidades del historiador. Fueran los que fueran, ya se encargó nuestro arzobispo de darles trabajo en la construcción de la nueva fortaleza de Calatrava, quien en ausencia del monarca tomó el mando de cuanto allí se continuó haciendo.
Dos años más tarde, el hambre y la peste se han cebado de tal manera con aquellas tierras, que Úbeda es abandonada a su suerte. Los seguidores de Mahoma se apoderarán de ella nuevamente y repararán sus defensas.



Tuvieron que pasar unos veinte años para que otro rey, esta vez Fernando III, nieto del anterior, estuviera a las puertas de Úbeda. —Digo «unos veinte», porque a día de hoy aún siguen dando vueltas, los estudiosos de la historia, a si fue en 1233, 1234 ó incluso 1235 para algunos. Yo haré caso hoy a Argote, quien nos ha servido bien, hasta ahora, en nuestra historia y me quedaré con 1234; aunque me duela ignorar al maestro Ramón Menéndez Pidal que es de los que se quedan con el año anterior. Pero lo cierto es que, para lo que nos ocupa, tanto nos da una fecha como la otra y lo mismo nos daría incluso aunque la pusiéramos en eso que llamaban «Era hispánica» que a fin de cuentas es lo que usaban en la época— El imperio Almohade está desecho, las ciudades se revelan desde aquella batalla de Las Navas y los cristianos aprovechan esa debilidad haciéndolas sucumbir a la espada u obligándolas al vasallaje y a sufragar con sus parias las guerras contra los que antes fueron hermanos.
Junto a San Fernando, y ante las murallas, a pesar de que hace años que cumplió los sesenta, nos volvemos a encontrar a don Rodrigo Jiménez de Rada, Arzobispo de Toledo y ahora también Canciller mayor de Castilla; lleva una vida obligando a los herejes a encontrarse con Dios, por las buenas o por las malas, y ahora que todo avanza tan rápido no será él quien se aparte del trabajo. Tras ellos, sus capitanes y entre los primeros, un tal Álvar Fáñez ‘el Mozo’ que mira con atención a las murallas.
La ciudad es fuerte, con los años ha mejorado sus defensas y no será fácil el asalto. San Fernando, ‘Martillo de la Reconquista’, decide, al igual que antes ha hecho con otras, ponerle sitio y rendirla por hambre. Llevan unos años haciéndolo, Álvar lo sabe bien pues ha acompañado al rey en todas sus últimas campañas. Por dos veces han puesto sitio a la ciudad de Jaén, que tarde o temprano caerá.  La taifa de Baeza es ya historia y ese tonto que se creía emir fue ajusticiado por sus tratos con cristianos. Es cierto que hubo algún momento de tensión en incluso la guarnición que quedó allí debió protegerse en el alcázar, pero eso ya pasó hace unos años y ahora Baeza está llena de vida con las caras de la nueva gente que, al igual que un día lo harán a Úbeda, han llegado desde Castilla, León, e incluso desde lejanos puntos de los reinos de Aragón y de Navarra; grandes son los privilegios que el rey concede y eso atrae a siervos de todas partes. Y entre todas esas gentes venidas del norte o quizá entre los oriundos de aquella tierra estaba, según se cuenta, alguna moza que había hecho perder la sesera a nuestro capitán.
Úbeda espera el socorro, pero los que podrían hacerlo están lejos, y los pocos que hay cerca, bastante tienen con preocuparse de sí mismos. Los meses pasan y dentro de la ciudad el hambre y la desesperación se apropian del pensamiento de sus pobladores. Fuera los sitiadores se desesperan y sufren también las carencias que un ejército acampado crea en su entorno. ‘El Mozo’ se inquieta, ha perdido la cuenta de los meses que llevan allí paseando frente a aquellos muros y viendo cómo, de vez en cuando, alguna flecha solitaria vuela desde la ciudad buscando algún despistado que como él se haya acercado más de la cuenta. Así cree haber oído que mataron, no hace muchos años, a un rey inglés al que le gustaba yacer con hombres y que por ello no dejó heredero. Lo gracioso es que además cuentan que el rey recompensó al ballestero; no será él quien recompense a quien le mate. No aguanta más, hace meses que no la ve y aquí no pasa nada; se ausentará por unos días.
Los defensores de la ciudad ven con impotencia que no habrá socorro a su situación, nadie acudirá en apoyo ni se podrían introducir víveres si los hubiese, aguantar más, sólo servirá para enterrar a más en una tierra que al final será de infieles; piden a Fernando III capitulaciones. El rey convoca a sus capitanes a fin de tratar las exigencias o concesiones que se darán a la guarnición de la plaza, con la sorpresa de ver que Álvar Fáñez, quien tan fielmente le ha servido siempre, está ausente del campamento.  Se respetará la vida de toda la población y se permitirá a cuantos así lo quieran abandonar la ciudad llevando consigo los bienes que puedan transportar y bajo la protección cristiana hasta la ciudad que deseen.
Días más tarde, —el 29 de septiembre de 1234, día de San Miguel Arcángel, patrón de Úbeda, según nuestro amigo el historiador y militar Gonzalo Argote de Molina— la plaza de Úbeda rinde sus puertas y muchos de sus pobladores ponen rumbo a Jaén donde años más tarde volverán a ser sitiados.
Pasado lo protocolario de la entrega y hallándose el rey Fernando III en el Alcázar junto a sus capitanes, apareció polvoriento por la galopada del camino Álvar Fáñez ‘el Mozo’, aquel que había estado ausente. El rey lo miró y pregunto: «¿dónde estabais capitán?» —«por los cerros de Úbeda mi señor».

  

Pocas pruebas o fuentes fiables tenemos de esto, o más bien ninguna, ni de que fuera el Cid, ni de que fuese Fáñez quien dio origen a eso tan conocido de «andar por los cerros de Úbeda», o incluso que, como cuentan otros, fuese en la primera toma de la ciudad y bajo las ordenes de Alfonso VIII dónde sirvió o más bien se despistó Álvar Fáñez, dando origen al dicho popular. Pero lo que sí parece bastante probable, viendo las coincidencias, es que hubo un rey a las puertas de una ciudad musulmana y un vasallo que en lugar de estar donde debía, se fue por los cerros de Úbeda.

domingo, 12 de marzo de 2017

EL COMANDANTE BENÍTEZ Y LOS HÉROES DE IGUERIBEN

Monumento en Málaga al comandante Julio Benitez
        
        Últimamente y por culpa de un montón de salvajes anclados en lo más oscuro de la edad media, no paramos de hablar de los moros, musulmanes, mahometanos, islamistas, ismaelitas, agarenos, sarracenos o como puñetas haya que decirlo ahora para que nadie se sienta ofendido. Y esto, el hecho de tenerlo tan en la cabeza, aún sin quererlo, hizo que hace unos días y mientras disfrutaba del sol malagueño paseando por un parque junto a mi mujer, la única y auténtica compañera que a veces es capaz de aguantarme, al descubrir entre una madeja de plantas, algo más salvajes de lo que sería deseable, la estatua olvidada de un viejo soldado malagueño de las guerras de África, me hizo pensar en las muchas vidas que hemos perdido en este sur de Europa y norte de África y el poco valor y reconocimiento que les hemos dado siempre.
Desde que el emperador Otón, allá por el 69 dC y en prueba de afecto, agregó la provincia de Mauritania Tingitana a la de la Bética, convirtiéndose en la Hispania Tingitana (con capital en Tingis -Tanger- o Transfretana (más allá del Fretum -Estrecho-), con más o menos frecuencia y en periodos más o menos prolongados, España ha tenido tierras en el norte de África entre las que desde 1956 dicen ser el reino de Marruecos y otras aún más al sur. Sería muy largo y difícil explicar ahora en tan escueto texto el cómo y el porqué de que en el principio del siglo XX y entre otros territorios, todo el norte del actual Marruecos y con una extensión aproximada de un par de provincias, fuese de dominio español, unos desde el siglo XV y otros de nueva incorporación; pero la cosa es que lo era al igual que el resto de África pertenecía a otras potencias de la época. Y al igual que esas otras potencias, España tenía más de un problema a la hora de hacer uso de esos dominios y de digamos, explicárselo a las tribus locales. En 1921 y en medio de esas explicaciones con las tribus locales, comandadas por un nativo, antiguo funcionario del gobierno español que se consideraba estafado —que algo de verdad había— se produjo lo que ha pasado a la historia como el “Desastre de Annual” y que para no extendernos mucho, diremos sólo que, costó la vida a más de 10.000 españoles que huyeron del territorio y murieron en su mayoría ejecutados tras su rendición bajo palabra de que sus vidas serían respetadas.

En medio de aquel apocalipsis de sangre y sed, donde se perdieron como he dicho muchas vidas de nuestros soldados, de los suyos y de los que cambiaron de bando —que no fueron pocos— estaba el hombre del que quiero hablar hoy. Muchos fueron cobardes o ineptos, aunque estos en su mayoría siempre se escapan con vida y algunos de ellos, los de más alto rango, incluso consiguieron no tener que rendir cuentas una vez que todo acabó. Pero el Comandante Benítez, no era de esos, el fue de los otros, de los héroes que seguros de que luchaban por su Patria y de que debían hacerlo hasta el final, así lo hicieron, Y si bien en algún caso se les rindió tributo, en general quedaron olvidados para siempre y sin ningún respeto a sus actos, ya que sacarlos a la luz era sacar también lo que no interesaba.



El día 2 de julio de 1921 toma el mando de Igueriben, el comandante Julio Benítez. Ha sido durante unos días el jefe que ha mandado valerosamente la defensa del campamento de Sidi Dris y eso les da seguridad a sus jefes. Igueriben es un pequeño destacamento que se ha situado al sur de Annual, donde se encuentra el grueso del ejército de Melilla, con el fin de dar protección a éste contra los asaltos de las tribus rifeñas. Nada más incorporarse Benítez se da cuenta de que aquello, a pesar de haberse fortificado de la mejor manera, no es más que una loma que ni siquiera domina a las cercanas y tan imposible de defender como lo fue la de Abarrán, donde hace tan sólo un mes que cayeron sus defensores.

Destacamento de Igueriben (dibujo de la época)
Se han levantado muros y alambradas y se han cavado trincheras al tiempo que se montaron tiendas para vivienda y almacén, pero allí no hay una gota de agua. Hacia el norte, nada más bajar de la loma, hay un pozo, pero está seco; el agua hay que ir a buscarla un poco más allá, hasta el rio. A diario debe bajarse con las mulas a hacer aguada, los trescientos cincuenta hombres del destacamento consumen más de lo que sería deseable, puesto que al otro lado del río está la colina de los árboles, de algo más de altura que la de Igueriben y desde donde los rifeños llevan casi un mes practicando el tiro al blanco con los nuestros. Benítez comunica todo esto a su general, pero las órdenes son claras, permanecer ahí y defender la posición.
El día 14, las tropas de aquel antiguo funcionario desencantado (Abd el-Karim), formadas principalmente por labriegos que ni siquiera saben por qué están luchando pero que cada vez están más motivados y mejor armados, gracias al material arrancado de las manos de nuestros compatriotas muertos, que junto a las arengas de sus jefes religiosos les hace sentirse invencibles, comienzan a hostigar seriamente el campamento haciendo imposible las aguadas. Los montes y barrancos cercanos se llenan de miles de moros que gritan noche y día moviéndose alrededor de la posición que defienden nuestros soldados, unos más asustados y otros menos pero todos conscientes de lo que se les viene encima. El día 17 el cerco es total y nuestros hombres van ocupando los puestos donde, como nos recordaba nuestro más insigne caballero andante en su discurso de las armas y las letras, “…apenas uno ha caído donde no se podrá levantar hasta la fin del mundo, cuando otro ocupa su mesmo lugar…” y eso es lo que les esperaba, pues la mayoría no se moverían más de su puesto de guardia.
Guerra del Rif. Soldados defendiendo una posición.
El Comandante ha solicitado ayuda, y en respuesta a ello, desde Annual, tan cerca y a la vez tan lejos, se trata de romper el asedio a los de Benítez enviando un convoy con agua y municiones. Pero nada más salir se dan cuenta de que no les será fácil, están siendo acribillados por el enemigo, el jefe al mando ha sido de los primeros en caer, mientras la subida a la colina se hace interminable. Benítez mueve a sus tiradores para tratar de ayudar cubriendo a la caravana de acémilas que se acerca, pero lo que realmente consigue abrir brecha entre los asediadores, son las cargas del escuadrón de caballería de regulares que da protección al convoy. Muchas quedan en el camino, pero la mayoría de las caballerías cargadas consigue entrar en el reducto que se defiende. El Teniente Joaquín Cebollino, en el límite entre el valor y la locura irresponsable, al mando del escuadrón de caballería, vuelve a atravesar al enemigo, recupera sus heridos y regresar a Annual. Sin duda, esta muestra de valor, entrega y eficacia por parte de los miembros del escuadrón dieron pie no sólo a la merecida recompensa para Cebollino, sino a que más tarde fuese el Regimiento Alcántara, con sus cargas de caballería, el que se encargase de proteger la retirada o casi huida de Annual, lográndolo a costa de sus vidas. Aunque para nada, o casi nada, sirvió al final el sacrificio del Alcántara, al igual que acababa de pasar en Igueriben. El constante bombardeo de disparos a que había sido sometido el convoy, había conseguido que casi la totalidad del agua se perdiera por los agujeros de proyectiles que había en cuantas barricas llegaron. Un día duro, mucho calor y escaso líquido para limpiar del pensamiento tanta sangre como había costado. A partir de este momento no hubo más agua y se empezó a recurrir a beber el jugo de las pocas latas de conserva que aún existían.

Convoy de acémilas en la guerra del Rif
Esa misma noche los rifeños asaltan la posición sin dar descanso a los sitiados. Los artilleros disparan los cañones cargados con metralla hacia donde creen ver algo en la oscuridad, al tiempo que el resto lanza granadas o hace uso de los fusiles. “Esta noche los moros han estado tan cerca que podían escucharse sus insultos a los oficiales y las ofertas para rendirse a cambio de poder marchar libre, pero los nuestros contestaban con gritos de viva España y disparos hacia ellos”, dicen que escribiría Benítez. Al día siguiente y al tiempo que el sol asciende, lo hace también un olor insoportable; durante el combate, las casi 50 mulas del convoy que se encontraban entre los parapetos y las alambradas, han muerto o han sido sacrificadas para evitar que asustadas, lo destrozaran todo tras engancharse en los alambres. Los más de 40 grados del mediodía han hecho que se hinchen y están reventando, al tiempo que lo hacen también los labios resecos de los hombres que mascan mondas de patatas tratando de sacarles algo de jugo.
Conocedores de la situación por las constantes comunicaciones de los asediados, desde Melilla despegan dos aviones, pero lo poco que dejan caer sobre el enemigo no sirve sino para excitarlos aún más. En la loma de los árboles, el enemigo ha instalado un cañón que no para de bombardear la posición causando bajas y destrozos.

Durante la noche los intentos de asalto se intensifican, pero son rechazados gracias a las pocas granadas que les quedan; pero ya no hay más, se han agotado, no aguantarán si siguen así. A las cuatro de la mañana Benítez pide ayuda a la desesperada y en Annual se pone en marcha un nuevo convoy. Tres columnas tratan de abrirse paso, pero apenas han salido se ven obligadas a retroceder; se los están comiendo, el acoso llega hasta casi las puertas del campamento que se ve obligado a usar no sólo sus fuerzas sino incluso las que acaban de llegar de otros asentamientos, para permitir el repliegue.
En Igueriben han pasado el día disparando desde los parapetos, las granadas se acabaron, la munición escasea, quemados por el sol y la sed se han bebido incluso la tinta de los escritorios y se ha recurrido a guardar lo que el propio cuerpo expulsa y endulzarlo para mojar algo los labios; ya no hay asco, sólo necesidad. Todo el mundo tiene una piedra en la boca con la que intenta generar saliva. El día ha sido malo, ha muerto mucha gente y no se ha conseguido nada; mañana será peor.

Cabilas rifeñas asaltando una posición  cercada.
Al caer la nueva noche las oleadas constantes de enloquecidos enemigos asaltan y tratan de tomar la loma que los héroes defienden casi con los puños. Benítez que se gana el respeto de todos, lucha como uno más levantando el ánimo allí donde decae; pero las cargas son tan constantes que pide a Annual que bombardee alrededor del asentamiento. Por una vez, todo sale bien, y con perfección milimétrica los obuses caen alrededor de los nuestros y alejan asustados a los atacantes. El día 20 aunque sin poder abandonar los puestos de tiradores, les da un pequeño descanso. En Annual se ven incapaces de ayudar a Igueriben y temen al ver la multitud que también les rodea a ellos y la escasez de munición que se intuye.
La noche volverá a ser terrible, sólo quedan unos cien hombres en condiciones de luchar; apenas cubren el parapeto. A las peticiones de nuestro comandante, desde Annual contestan: “resistid esta noche, y mañana os juramos que seréis salvados, o todos quedaremos en el campo del honor.”

Lucha cuerpo a cuerpo entre españoles y rifeños.
Amanece el día 21 y en Annual se prepara un nuevo convoy y dos fuertes columnas para protegerlo que parten enseguida. Pero la moral de los hombres y su espíritu combativo son del todo inexistentes, evitan al enemigo, tiemblan, se esconden, están convencidos de que los moros los van a matar, no queda más remedio que retroceder. El general Silvestre, responsable de todo aquel desastre, que acaba de llegar con cuantos hombres ha podido encontrar en el cuartel de Melilla, ordenanzas, camareros, cocineros, carpinteros, herreros y en general más artesanos que soldados, junto a cuantos pelotas y enchufados, que no pudieron pagar las 2000 pesetas que eximían del servicio militar pero sí buscarse un buen puesto en comandancia —aunque siempre se lea por ahí que sólo los pobres iban a la mili, lo más exacto sería, que sólo los bastante ricos se escapaban, pues difícilmente alguien que no fuera rico podía tener en casa lo que vendrían a ser unos quince o veinte mil euros de ahora para que el niño no vaya a filas—, presencia el fracaso de intento de salvar Igueriben y la llegada del último comunicado de Benítez: “Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, un puñado de españoles que ha sabido sacrificarse delante de vosotros”. Silvestre contesta autorizándole a parlamentar con el enemigo, a lo que el comandante enfadado responde: “Los oficiales de Igueriben mueren, pero no se rinden”. Más tarde llegaría la orden de evacuar, y nuestro héroe mandó respuesta: “Nunca pensé recibir de vuestra excelencia orden de evacuar esta posición, pero cumpliendo lo que se me ordena, en este momento, y como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola y protegiéndola debidamente, pues la oficialidad que integra esta posición,  conscientes de nuestro deber, sabremos morir como mueren los oficiales españoles”. Se preparó una columna con protección en los flancos, vanguardia y retaguardia, se inutilizó cuanto pudiera ser de provecho al enemigo y se mandó el último mensaje: “Aún me quedan doce cargas de cañón que empezaremos a disparar para rechazar el asalto, contadlas y al duodécimo disparo, fuego sobre nosotros; pues moros y españoles estaremos revueltos en la posición”.
Inscripción en el monumento a Benítez.
Abiertas las puertas la tropa inicia la salida en dirección a Annual mientras los oficiales disparan a cuantos tratan de impedirlo asaltando tanto la loma como a la columna que trata de alejarse.
Las últimas horas de la tarde del día 21 de julio de 1921 ven llegar al campamento de Annual, lo que queda de la guarnición de Igueriben, en el mejor de los casos 36 hombres de los más de 350 que la formaban —aún hoy, como consecuencia de lo que después vendría para Annual, no está claro cuántos llegaron al campamento, pero se cree que entre 14 y 36 —, de los que algunos morirían como consecuencia del atracón de agua que se dieron. El comandante, don Julio Benítez, tras recibir un disparo en el pecho, quedó al igual que sus compañeros oficiales en aquella mal elegida loma. Sólo el teniente Luis Casado Escudero sobrevivió y fue hecho prisionero, tras dieciocho meses de reclusión trabajando en el huerto de su captor, volvería para contarnos la historia. Increíblemente unos años más tarde sería ejecutado a los pocos días del comienzo de otra fatídica guerra, acusado de “actividades antipatrióticas y antimilitares”

La caída de Igueriben fue el detonante mayor para lo que vino después y que, como dije al inicio, ha pasado a la historia con el nombre de “Desastre de Annual” y cuentan que se llevó a más de diez mil españoles. Se ha hablado de la ineptitud del mando en Melilla, de la pasividad del gobierno ante lo que se veía venir, de las carencias tremendas en el ejército que allí teníamos y de su falta de espíritu y su cobardía, pero 15 años de políticas cambiantes y una guerra después, hicieron que todo quedara callado, que siempre hubiera algo más urgente que hacer o aclarar y al igual que se olvidó a los cobardes o ineptos, se hizo lo mismo con los que lo dieron todo. Sirva esto, como mi pequeño homenaje a estos últimos, para traerlos de nuevo al pensamiento y para explicar por qué algunos seguiremos siempre defendiendo hasta el último trocito español por el que tanta sangre derramaron.

domingo, 1 de enero de 2017

ÁRBOL, BELÉN, O QUÉ

            Desde siempre, cada vez que ha llegado a nuestras casas la Navidad, hemos escuchado comentarios sobre si ésta o aquella otra costumbre es la más española, o hemos visto cómo nuestro vecino desprecia tal cosa por ser, según él, foránea  o anglosajona. Incluso comprobamos, sobre todo últimamente, cómo algunos plenos de ayuntamientos gastan su tiempo, ese que tienen para solucionar nuestros problemas, en discutir qué costumbre es la que deben o no seguir; para después saltárselas todas para no herir sensibilidades, sin duda excesivamente sensibles.
            No podremos solucionar esto ni aquí ni ahora, pero si veamos al menos de dónde nos sacamos eso del árbol y el belén y cuál de ellos, si es que alguno lo es, es costumbre nuestra.

Contaba Henry Van Dyke en su libro “The First Christmas Tree”, (El primer árbol de navidad) y otros muchos en otros muchos sitios, que San Wynfrith, —San Bonifacio para los que no entendemos de esto— patrón de los cerveceros, —ése sí que es un dato importante— al que se considera mártir inglés, estaba allá por el principio del siglo VIII tratando de sumar para la fe romana a los paganos frisones y sajones, mientras aquí don Pelayo se las ingeniaba para intentar bajar de su montaña. Y que un buen día se enteró que con motivo del solsticio de invierno, pensaban hacer un sacrificio bajo un roble que creían sagrado. —Cosa muy común por aquellos tiempos, la de otorgar poderes mágicos a un árbol, y no tan rara hoy en día; basta con ver el Carballo de Santa Comba de Pías, en la Coruña o el más famoso árbol de Guernica, ambos robles, por cierto—. Harto de ver como se arremolinaban alrededor del árbol para estas salvajadas, tomó un hacha y se encaminó hacia el lugar. Y parece ser que, a pesar de las advertencias de los allí reunidos sobre los castigos que los dioses derramarían sobre él, comenzó a propinar tajos al tronco hasta dar con la tan robusta planta en el suelo, donde más tarde le prendió fuego consumiendo cuanto podía arder en el lugar.


Sólo un pequeño abeto sobrevivió. Y Bonifacio —que por aquel entonces aún no era santo—, cayó en el mismo error que aquellos a quienes trataba de enseñar. Consideró la incombustibilidad de la conífera una señal de Dios, lo llamó árbol del niño Jesús y permitió que los supuestos nuevos cristianos se reunieran bajo él. Error de Bonifacio que sólo ayudó a que años más tarde Carlomagno aún siguiera por aquellas tierras cortando robles sagrados. —Pero no era el único. En nuestra España, ya desde los primeros años de romanización, se venían prohibiendo esas prácticas y aún en el año 693, en el XVI concilio de Toledo podemos ver que se pena al que rinda culto a los lugares sagrados de los árboles. Está claro que algunos se escaparon—.


Así pues, de una o de otra forma, en Europa, sobre todo en la del norte, se siguió rindiendo culto a los árboles o alrededor de ellos; aunque cada vez más abetos y menos robles. Y fue ya por el siglo XVI cuando el amigo Lutero —aquel que trató de fastidiar al Papa el chollo de vender indulgencias a precio de oro para pagar su Basílica de San Pedro—, impulsó la costumbre de adornar el árbol: manzanas para simbolizar el pecado original y velas para la luz de Cristo.
Lutero y sus seguidores no caían del todo bien en la España de los Austrias, por lo que no es raro que se considerara cosa hereje y extranjera eso del arbolito; y no fue hasta 1870 cuando en Madrid, en el palacio del Marqués de Alcañices, la esposa de éste, una princesa de origen ruso, puso el primer árbol de navidad en nuestro país.

Y en cuanto al belén: Parece ser que fue al primero de los Franciscanos aquel a quien, allá por el principio del siglo XIII, se le ocurrió representar el nacimiento de Cristo, y lo hizo en forma de belén viviente, tras conseguir que el Papa Honorio III, entre cruzada y cruzada, le diese su aprobación. Siguieron las órdenes franciscanas con estas representaciones y alrededor de doscientos años después, en la tierra de Nápoles, cambiaron a los personajes reales por figuras de barro. Se convirtió ésta, en una costumbre que rápidamente imitaron todas las iglesias y monasterios y que poco a poco fue copiada por la aristocracia deseosa de ver también en sus palacios aquellas representaciones que cada vez se hacían con más personajes.

Se propagó a toda Europa, incluida Inglaterra donde años después al decidir Enrique VIII enfadarse con el Papa porque no le dejaba hacer lo que se le venía en gana, se prohíben y se queman los belenes; hasta el punto de que en 1.601 sale a la luz un decreto por el que se condena a muerte a aquel que no cumpla la prohibición. En la España peninsular, si bien cuentan que ya desde 1.471 existía un taller de figuras en Alcorcón, no es hasta la llegada de Carlos III que desde Nápoles se trae su afición, cuando se difunde, alcanzando el resto del imperio en poco tiempo, movidos todos por su deseo de copiar a la nobleza.

Si bien lo del árbol parece tener origen cristiano tratando de tapar un culto que no lo era tanto, no gustaba aquí mucho por aquello de ser fomentado por el hereje Lutero y el sólo hecho de que el belén no fuese del agrado de los hijos de la pérfida Albión ya nos hacía sentirlo más nuestro, y aunque nacido en Nápoles, tierras de la corona eran a fin de cuentas, por lo que fácil es entender por qué siempre se dijo que lo español es el belén y no el árbol. Pero la verdad es que, si no queremos tener duda de que la celebración la hacemos al modo español, lo mejor será ir a la Misa del Gallo, que desde que en el siglo V el Papa Sixto III la instauró, de una u otra forma y en menor o mayor medida, se ha celebrado cada año en las tierras de nuestra España. Por cierto que nada tiene que ver con ningún gallo, sino tan sólo con que los romanos llamaban así, “el gallo” o “el canto del gallo” al momento en que se pasa de un día al siguiente, o sea, las doce de la noche.

Si lo que se pretende es buscar el adorno no religioso, la parte civil o laica de la fiesta, me temo que será difícil, téngase en cuenta que lo que se conmemora, aunque nos podamos equivocar en las fechas, es el nacimiento de Cristo, no el solsticio de invierno. Para eso otro, mejor nos buscamos un roble.