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domingo, 10 de diciembre de 2017

«POR LOS CERROS DE ÚBEDA»

           



        Aprovechaba la tarde de descanso repasando algo de la siempre revuelta historia de nuestra edad media y más concretamente ojeando lo relacionado con la reconquista de la ciudad de Úbeda. —Alguno dirá que de reconquista nada, que no existió una conquista previa, o que no hubo continuidad en la acción y no se puede denominar así al ocurrir no sé cuantos siglos después, o cualquier otra cosa por el estilo; tache pues éste lo de reconquista y ponga toma, conquista, asalto o hasta genocidio si así le place, que tan al uso está ahora y no alterará lo fundamental de nuestra historia— Y en algún lugar de ese caos que formo con un montón de pestañas abiertas en mi ordenador y tres libros alrededor del teclado, leo sobre la aparición de Rodrigo Díaz de Vivar 'El Cid' en el campamento de su señor Alfonso VI a las puertas de Úbeda en el año 1091. Rodrigo no debería de estar allí, debería de estar sitiando la ciudad de Liria que se niega a pagar las parias que debe y esto no le hace ninguna gracia al rey a pesar de que es la reina Constanza la que convence al Cid para que se una a la expedición que su marido realiza contra los almorávides y que así éste le perdone. Dicen que fue entonces cuando al hincar la rodilla ante el monarca, éste, enojado y sabiendo que no estaba su vasallo donde debía,  le preguntó: «pero, ¿por dónde andáis Rodrigo?»  a lo que el Cid contesto: «ando por los cerros de Úbeda mi señor».
Poco o nada hay dónde confirmar que así fuera y aquí naciera la conocida expresión de «andar por los cerros de Úbeda» y desde ese punto se trasmitiera hasta nuestros días. Pero no fue así como lo aprendí ni como lo encontré por primera vez, así que mejor aprovechamos el momento y cuento mi versión.


            Terminada la famosa batalla de las Navas de Tolosa, Alfonso VIII tiene ganas de más. Hace menos de un año que su hijo el heredero Fernando de Castilla ha muerto tras regresar de una partida contra el castillo de Salvatierra; las Navas ha sido suficiente para paliar el desastre de Alarcos, pero los almohades huyen descontrolados y es el momento de acabar con ellos. Siguiéndolos hacia el sur, las tropas cristianas llegan a la ciudad de Baeza, pero ha sido abandonada, por lo que continúan hacia Úbeda. Allí, encuentran refugiados hasta cuarenta mil moros. —según nos cuenta más de trescientos cincuenta años después, en su descripción de la batalla, Gonzalo Argote de Molina. Pongamos que eran veinte mil, que ya son bastantes; si leemos a Francisco de Rades y Andrada, el cronista de la Orden de Calatrava, seguramente serán más— El ímpetu con que los cruzados asaltan las protecciones de la ciudad, unido al miedo que ahora campa entre los almohades, hacen que en el primer choque la ciudad sea desamparada y sus defensores se refugien en el alcázar. Desde allí se ofrece al rey de Castilla un pago de mil veces mil maravedíes, vasallaje de por vida y el pago de parias anuales. Alfonso está contento, en pocos años se ha pasado de estar acosado por los almohades y con miedo de que puedan atacar Toledo, a tenerlos suplicando por sus vidas y dispuestos a pagar por ellas; quiere aceptar la oferta. Pero, como dijera aquel insigne hidalgo: «con la iglesia hemos dado…» Desde que Alfonso diera inicio a la campaña ha mostrado digamos, mucha tolerancia a perdonar la vida a los moros e impedir el saqueo; si no hay saqueo, no hay botín y esto ya hizo marcharse a muchos de los cruzados venidos del otro lado de los pirineos. Esta vez es el propio arzobispo de Toledo, Jiménez de Rada, el que hace ver al rey que no es él quien decide, si no que se trata de un mandato del Papa Inocencio III; —que no pasaría a la historia precisamente por su inocencia, si no que le pregunten a los cátaros— que el fin de la cruzada es la expulsión de los enemigos de Dios y no su vasallaje y será excomulgado de no seguir el mandato divino. El rey manda asaltar el alcázar y el día 24 de julio de 1212, se abre brecha y se toma la fortaleza; todos aquellos que no mueren son hechos cautivos, las riquezas saqueadas y alcázar y defensas destruidas.
Dice Argote de Molina que el rey castellano hizo allí cien mil prisioneros, pero yo creo que los números no estaban entre las muchas cualidades del historiador. Fueran los que fueran, ya se encargó nuestro arzobispo de darles trabajo en la construcción de la nueva fortaleza de Calatrava, quien en ausencia del monarca tomó el mando de cuanto allí se continuó haciendo.
Dos años más tarde, el hambre y la peste se han cebado de tal manera con aquellas tierras, que Úbeda es abandonada a su suerte. Los seguidores de Mahoma se apoderarán de ella nuevamente y repararán sus defensas.



Tuvieron que pasar unos veinte años para que otro rey, esta vez Fernando III, nieto del anterior, estuviera a las puertas de Úbeda. —Digo «unos veinte», porque a día de hoy aún siguen dando vueltas, los estudiosos de la historia, a si fue en 1233, 1234 ó incluso 1235 para algunos. Yo haré caso hoy a Argote, quien nos ha servido bien, hasta ahora, en nuestra historia y me quedaré con 1234; aunque me duela ignorar al maestro Ramón Menéndez Pidal que es de los que se quedan con el año anterior. Pero lo cierto es que, para lo que nos ocupa, tanto nos da una fecha como la otra y lo mismo nos daría incluso aunque la pusiéramos en eso que llamaban «Era hispánica» que a fin de cuentas es lo que usaban en la época— El imperio Almohade está desecho, las ciudades se revelan desde aquella batalla de Las Navas y los cristianos aprovechan esa debilidad haciéndolas sucumbir a la espada u obligándolas al vasallaje y a sufragar con sus parias las guerras contra los que antes fueron hermanos.
Junto a San Fernando, y ante las murallas, a pesar de que hace años que cumplió los sesenta, nos volvemos a encontrar a don Rodrigo Jiménez de Rada, Arzobispo de Toledo y ahora también Canciller mayor de Castilla; lleva una vida obligando a los herejes a encontrarse con Dios, por las buenas o por las malas, y ahora que todo avanza tan rápido no será él quien se aparte del trabajo. Tras ellos, sus capitanes y entre los primeros, un tal Álvar Fáñez ‘el Mozo’ que mira con atención a las murallas.
La ciudad es fuerte, con los años ha mejorado sus defensas y no será fácil el asalto. San Fernando, ‘Martillo de la Reconquista’, decide, al igual que antes ha hecho con otras, ponerle sitio y rendirla por hambre. Llevan unos años haciéndolo, Álvar lo sabe bien pues ha acompañado al rey en todas sus últimas campañas. Por dos veces han puesto sitio a la ciudad de Jaén, que tarde o temprano caerá.  La taifa de Baeza es ya historia y ese tonto que se creía emir fue ajusticiado por sus tratos con cristianos. Es cierto que hubo algún momento de tensión en incluso la guarnición que quedó allí debió protegerse en el alcázar, pero eso ya pasó hace unos años y ahora Baeza está llena de vida con las caras de la nueva gente que, al igual que un día lo harán a Úbeda, han llegado desde Castilla, León, e incluso desde lejanos puntos de los reinos de Aragón y de Navarra; grandes son los privilegios que el rey concede y eso atrae a siervos de todas partes. Y entre todas esas gentes venidas del norte o quizá entre los oriundos de aquella tierra estaba, según se cuenta, alguna moza que había hecho perder la sesera a nuestro capitán.
Úbeda espera el socorro, pero los que podrían hacerlo están lejos, y los pocos que hay cerca, bastante tienen con preocuparse de sí mismos. Los meses pasan y dentro de la ciudad el hambre y la desesperación se apropian del pensamiento de sus pobladores. Fuera los sitiadores se desesperan y sufren también las carencias que un ejército acampado crea en su entorno. ‘El Mozo’ se inquieta, ha perdido la cuenta de los meses que llevan allí paseando frente a aquellos muros y viendo cómo, de vez en cuando, alguna flecha solitaria vuela desde la ciudad buscando algún despistado que como él se haya acercado más de la cuenta. Así cree haber oído que mataron, no hace muchos años, a un rey inglés al que le gustaba yacer con hombres y que por ello no dejó heredero. Lo gracioso es que además cuentan que el rey recompensó al ballestero; no será él quien recompense a quien le mate. No aguanta más, hace meses que no la ve y aquí no pasa nada; se ausentará por unos días.
Los defensores de la ciudad ven con impotencia que no habrá socorro a su situación, nadie acudirá en apoyo ni se podrían introducir víveres si los hubiese, aguantar más, sólo servirá para enterrar a más en una tierra que al final será de infieles; piden a Fernando III capitulaciones. El rey convoca a sus capitanes a fin de tratar las exigencias o concesiones que se darán a la guarnición de la plaza, con la sorpresa de ver que Álvar Fáñez, quien tan fielmente le ha servido siempre, está ausente del campamento.  Se respetará la vida de toda la población y se permitirá a cuantos así lo quieran abandonar la ciudad llevando consigo los bienes que puedan transportar y bajo la protección cristiana hasta la ciudad que deseen.
Días más tarde, —el 29 de septiembre de 1234, día de San Miguel Arcángel, patrón de Úbeda, según nuestro amigo el historiador y militar Gonzalo Argote de Molina— la plaza de Úbeda rinde sus puertas y muchos de sus pobladores ponen rumbo a Jaén donde años más tarde volverán a ser sitiados.
Pasado lo protocolario de la entrega y hallándose el rey Fernando III en el Alcázar junto a sus capitanes, apareció polvoriento por la galopada del camino Álvar Fáñez ‘el Mozo’, aquel que había estado ausente. El rey lo miró y pregunto: «¿dónde estabais capitán?» —«por los cerros de Úbeda mi señor».

  

Pocas pruebas o fuentes fiables tenemos de esto, o más bien ninguna, ni de que fuera el Cid, ni de que fuese Fáñez quien dio origen a eso tan conocido de «andar por los cerros de Úbeda», o incluso que, como cuentan otros, fuese en la primera toma de la ciudad y bajo las ordenes de Alfonso VIII dónde sirvió o más bien se despistó Álvar Fáñez, dando origen al dicho popular. Pero lo que sí parece bastante probable, viendo las coincidencias, es que hubo un rey a las puertas de una ciudad musulmana y un vasallo que en lugar de estar donde debía, se fue por los cerros de Úbeda.