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jueves, 1 de diciembre de 2016

LA EMPRESA DE INGLATERRA (Mal llamada Armada Invencible)

Parece estar de moda mostrar en público nuestro desconocimiento de la historia, —eso cuando no nos empeñamos en cambiarla al gusto; — Y es que no paro de encontrar afirmaciones sobre tal o cual hecho histórico, a cual más increíble. Hace unos días fue que el muro de Berlín estaba en América separando a ricos y pobres, y hoy otra barbaridad sobre la “Armada Invencible”. No voy a explicaros dónde está Berlín, así que trataré de narrar, de la forma más escueta posible —cosa harto difícil —, qué ocurrió en esa empresa de nuestra armada. Dudo realmente que sirva para ayudar a esos que nadan en tan grande ignorancia, pues no creo que se molesten ni tan siquiera en leer; no obstante y con el fin de ayudar a quien lo busque, he aquí el flotador que les lanzo.
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Estábamos atravesando eso que alguien unos doscientos años más tarde llamaría “siglo de oro” y aunque dicen que lo hizo al referirse a la poesía, yo creo que más bien pensaba en el que se malgastó tratando de mantener una iglesia que, al menos en el resto de Europa, no parecía tener ganas de quedarse. Éramos los dueños de medio mundo, gobernado por un rey que entre sus muchas virtudes no contaba con la de la tolerancia religiosa, por lo que real que llegaba de América, real que se empeñaba para defender la fe a mamporros. “No quiero ser rey de herejes aunque pierda todos mis estados”, fue lo que dijo un día, y con eso queda claro por qué los terminamos perdiendo. Enfrascados en guerras por toda Europa no prestamos la suficiente atención a una diabla pelirroja que habitaba la isla que está al norte; la jodida Isabel I que no paraba de regalar patentes de corso a cuantos piratas quisieran hacernos la vida imposible, y que al tiempo que nos ponía buena cara, procuraba financiar y apoyar a los que se levantaban en Flandes.
Al bueno, o malo —que eso es cuestión de gustos— de Felipe II se le inflaron un poco, y decidió poner fin a tanta osadía poniendo en marcha lo que llamó “La empresa de Inglaterra”, que básicamente consistía en crear una gran armada que cargada con nuestras tropas llegara hasta la mismísima torre de Londres enseñándoles modales.


El más grande de los marinos de la época, don Álvaro de Bazán, se encargó del proyecto. Tras un primer diseño rechazado por no llegar los cuartos, en 1588 comienza a reunirse en la desembocadura del Tajo la que será llamada “Grande y Felicísima Armada”, que lastimosamente, incluso aquí, llamamos hoy “Armada invencible”, después de que algún hijo de la gran Albión con ganas de cachondearse  se encargara de rebautizarla; ¿qué le vamos a hacer?, en esta España nuestra siempre hemos sido de quedarnos con lo de fuera antes que con lo propio. Hace más de un año de la primera idea y los ingleses que ya tienen conocimiento de lo que se pretende, fabrican barcos como locos para hacernos frente, al tiempo que repentina y un tanto misteriosamente, don Álvaro, nuestro almirante, el temido por los ingleses, enferma y muere. ¿Blanca mano venida de más allá del canal?
Los mejores están en la empresa, cualquiera puede mandarla de sobra, pero esto es España y sin Bazán todos se van a empeñar en tener la razón. El problema es pequeño pues está claro que Dios está con nosotros que sólo queremos restablecer la verdadera fe. Así que nuestro magno rey Felipe, el segundo, pone al mando a Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina-Sidonia, quien dice no tener ni idea del arte de la guerra ni mucho menos de navegar y que además, se marea. Pero Alonso es duque, lo que le da la valentía y el conocimiento necesarios para cualquier empresa y como ya he dicho la victoria o derrota sólo depende de Dios y no de esas menudencias.

Al final de mayo de ese año la Grande y Felicísima Armada pone rumbo a Finisterre, con unos víveres que se pudrirían antes de abandonar las aguas propias, —alguno hizo fortuna vendiendo como alimento de marinos lo que era malo para los cerdos—, con la cuarta parte de los barcos que en principio proyectara Bazán, anticuados y preparados para la navegación en el Mediterráneo y no en el mar del Norte. Los planes han cambiado también, en lugar de transportar un ejército desde España, se dirigen a Flandes dónde se embarcarán los Tercios que allí se encuentran, y al mando de Farnesio invadirán la isla de los herejes.
El 30 de julio 122 barcos se acercan al canal, se nos han quedado 8 por el camino, lo que nos da una idea de en qué vamos montados, de ellos sólo aproximadamente la mitad son de guerra y de éstos, sólo 20, galeones modernos, el resto transportes. Al acercarnos a la costa descubrimos que la flota inglesa que nos supera en número aunque no en potencia de fuego, ni mucho menos en redaños, está fondeada en la bahía de Plymouth. Y aquí surge el primer problema; nuestros hombres de mar y guerra dicen que hay que aprovecharse de su falta de maniobrabilidad ahí dentro, y machacarlos a todos ahora que tenemos el viento a favor. Pero la sapiencia que da un ducado o la falta de lo que a los marinos les sobra, hace que el de Medina-Sidonia ordene continuar rumbo a Flandes.
La flota inglesa, unos 190 barcos en total, con sus 34 galeones modernos en cabeza nos sigue de cerca. Navegamos en formación de media luna, con los galeones en el exterior defendiendo y el resto en el centro con el duque bien protegidito. Pronto nos dimos cuenta que los ingleses hostigaban desde lejos con pequeños cañones de largo alcance, pero no se acercaban a tiro de los nuestros que tenían más genio pero peor vista; y cuando algunos galeones detenían su camino a fin de hacerles frente, los hijos de Isabel I rehuían el combate, lo que irritaba a los nuestros que hasta alguna palabrilla aprendieron en la lengua de Britania para despacharse a gusto. Era imposible alcanzarlos con nuestras andanadas que caían al agua antes de llegar, y una lluvia de hierro se nos venía encima cada vez que hacían fuego. Pero era de tan pequeño calibre y tan lejana que en los 7 días que entre disparos se tardó en llegar a la costa de Calais donde se fondeó, sólo se sufrió la baja de dos barcos; uno por la accidental explosión de su santabárbara, y el segundo por colisionar contra otro. El duque decidió abandonarlos a su suerte, que lógicamente fue para sus ocupantes el filo de las cuchillas inglesas y puso a marinos y oficiales en contra de su jefe.
Fondeados en aquellas aguas, el de Medina-Sidonia envió mensajes a Alejandro Farnesio para que procediera al embarque de las tropas. Pero ni los hombres ni los pertrechos estaban aún en disposición de hacerlo, y además, no pensaba poner en peligro a sus tercios en una maniobra tan arriesgada mientras no se limpiara la costa de las naves enemigas que acechaban. Esa misma noche y aprovechando el viento favorable, los ingleses lanzan 8 embarcaciones en llamas y cargadas con pólvora contra la armada, que tras conseguir desviar sólo a dos de ellas, se ve obligada a levar anclas incluso cortando los cabos y perdiéndolas en muchos casos. Con esto se evitó un mal mayor y ningún barco sufrió daños.
La mañana del día 8 los vientos contrarios habían dispersado la flota y los ingleses aprovecharon para acercarse a aquellos que se encontraban más aislados. Las prisas en la fabricación de nuestros cañones, o el robar unos reales,  hicieron que éstos fueran defectuosos en gran número y estallaban por los aires llevándose por delante a cuanto hijo de vecino se encontraba cerca. Además nuestra idea de guerra entre barcos era anticuada e igual a la de tierra; se soltaba una andanada y después se abordaba al enemigo como el que asalta un castillo, por lo que nuestros cañones no estaban pensados para un segundo disparo y montaban cureñas pesadas de sólo dos ruedas que  hacía muy difícil recargar en combate. Los ingleses que temían a nuestras espadas nunca permitieron el cuerpo a cuerpo, por lo que la mayor parte de la lucha hubo de ser a base de fuego de culebrinas de largo alcance, en lo que nos superaban en casi cinco a uno. No obstante el duque mandó aguantar la formación al resto de la flota y no acudir a los puntos de lucha, lo que para algunos fue acto de cobardía. —Aunque con las herramientas que teníamos para jugar, no sabemos si no fue lo mejor—. El día siguiente, la que para los ingleses es su gran victoria en la batalla naval de Gravelinas, había terminado con tan sólo la perdida de tres barcos y no habría ya más lucha. Una tormenta arrastraba nuestras naves contra las playas de Zelanda donde se perderían  encallando, pero cuando todo se pensaba perdido, Dios se acordó de que un montón de españolitos creían luchar en su nombre e hizo rolar el viento, lo que permitió salir de nuevo a mar abierto.
El duque reúne a sus capitanes porque no sabe qué hacer. Los vientos no permiten a nuestros anticuados barcos regresar al punto de encuentro con las tropas de Flandes, y la falta de anclas en muchos de ellos impide fondear de nuevo. Unos quieren buscar puerto más al norte donde esperar hasta que se pueda hacer lo previsto, otros plantar cara a los ingleses con lo que se tenga; pero Alonso Pérez de Guzmán, el VII duque de Medina-Sidonia, cansado del mar y de la guerra que no le gustan, dice que las órdenes eran embarcarlos donde no se ha podido y que por tanto se regresa a España.
Ni el viento ni la flota inglesa nos permiten volver por donde vinimos, así que con una armada compuesta por multitud de tipos diferentes de embarcaciones, salvo los galeones todas ellas pensadas para las tranquilas aguas mediterráneas y no las del mar del Norte, nuestro almirante en funciones manda rumbo norte con la terrible intención de rodear las islas. Los ingleses no se lo pueden creer, no les queda ni una libra de pólvora con la que dispararnos y el miedo hacía días que los tenía levantando barricadas en el Támesis, pero los españoles se van para no volver.
Las próximas semanas fueron terribles, la falta de agua para la travesía que se esperaba, hizo al duque ordenar lanzar por la borda a los caballos que podrían haber servido para paliar el hambre que más tarde vino. Las continuas críticas de los militares a su mando, hicieron que mandara colgar del palo a uno de sus capitanes para calmar a los marinos y que él mismo, según decía, se sintiese enfermo. Tenía prisa, no quería saber nada más de la expedición y quería terminar cuanto antes, así que cuando ocurrió lo que ya se había visto antes y los barcos más lentos o peor preparados para aquellas aguas comenzaron a quedarse atrás, tiró del dicho popular ese de que cada perro se las apañe por su cuenta y  sin mirar atrás continuó camino con los pocos que podían seguir su estela.
Dijo Felipe II una vez acabó todo, que había mandado sus naves a luchar contra el enemigo, no contra los elementos. Y es que ni el lema de la armada que decía “Álzate Señor y defiende tu causa”, ni el diario rosario obligado por ley en todos los barcos, sirvieron para calmar las tempestades que en las siguientes semanas y entre la costa norte de Escocia y la sur de Irlanda, dieron con 24 (hay quien dice que hasta 30) de nuestras naves en las piedras; desde donde destrozadas vomitaban a los pocos supervivientes que conseguían mantenerse a flote y nadar hasta tierra. Tierra plagada de ingleses que pasaban a cuchillo a los pobres desgraciados que ansiaban pisarla. Los irlandeses, (al menos los católicos), esperaban nuestra llegada que les ayudaría a librarse del yugo que sentían, pero sólo pudieron ver cómo a unos de los nuestros los destripaban indefensos y otros se ahogaban sin remedio. Al contrario que nosotros, en aquellas rocosas costas, ellos aún hoy los recuerdan y homenajean de vez en cuando.

Las cifras en esto de la historia son siempre un lío en el que no se ponen de acuerdo, —cosa muy española—, por lo que por lo menos yo, no tengo claro cuántas fueron las embarcaciones que a lo largo de septiembre y octubre fueron apareciendo en nuestros puertos cántabros. Lo que sí está claro es que nuestro señor duque, don Alonso Pérez de Guzmán, con bastantes menos redaños que aquel su antepasado de Tarifa al que llamaron “El Bueno”, fue el primero en aparecer; y con una fuerte depresión y sin esperar nada, huyó del problema refugiándose en sus  dominios andaluces donde se afanó en olvidarlo todo.

Claro está que no ganamos aquella empresa, como a pesar de los intentos de la pelirroja por evitarlo se dijo durante largo tiempo en las tierras de nuestro vecino francés, —extraño con lo mal que nos querían,— y claro está también que el genio de Poseidón lo puso difícil. Pero aún está más claro que ésa a la que la pasividad española y la leyenda negra nos han obligado a llamar Armada Invencible, estaba ya perdida desde el momento en que nuestro buen Marques de Santa Cruz don Álvaro de Bazán murió preparando algo a lo que el resto de España, empezando por el rey, no dedicó más esfuerzos que los de un montón de rosarios.

No tardaron ni un año los ingleses en presentarse en nuestras costas con una flota aún más grande, ellos decían venir a destruir cuantos barcos se reparaban en nuestros puertos y a tomar Lisboa, pero yo creo que venían a por lo que no pudimos darles en el canal. Y ya se encargó María Pita, en La Coruña, de pagarles, o más bien pegarles, cuanto les debíamos y devolverlos a su casa con el rabo entre las piernas. Pero ésa, que fue la mayor derrota naval de la historia inglesa, a la que llamamos “Contra Armada”, haré como ellos y me la callo, o la dejo para otro día.

domingo, 6 de noviembre de 2016

DON RODRIGO (El rey que perdió su reino, su espada y su tumba)

¡El Rey ha muerto! Ese era el grito que se escuchaba en las tierras de Toledo.
Año 710 de nuestra era; el rey Witiza  ha muerto y para nuestra desgracia o al menos la de aquellos que compartieron  su tiempo, lo ha hecho demasiado pronto. No tiene ni treinta años y su hijo mayor Agila, tan sólo diez; lo que dificulta seguir con una costumbre que se empezaba a extender entre los Godos; la de heredar la corona. A pesar de ello una parte de los nobles lo reconoce como su rey; pero no por lealtad a él o al muerto, sino porque será más fácil aprovecharse de un chaval y conseguir así su propio reino, dividiendo Hispania. El resto, los que quieren el reino unido, misteriosamente no echa mano a la otra costumbre bien extendida, la que Gregorio, un obispo de Tours llamaba “la enfermedad de los Godos” que básicamente consistía en tajarle la garganta al rey entrante si no gustaba y buscar otro; sino que tras reunirse, decide a la antigua usanza votar un nuevo rey que sea capaz de gobernar y unir a todos. —Hay que reconocer que fe, tenían un rato—



         Este nuevo rey será Roderico, o Rodrigo, que al caso da lo mismo; nieto de rey e hijo de un tal Teodofredo el Duque de la Bética con casa en Córdoba, dónde hoy tiene una calle pero nadie tiene ni idea de quién fue. Rodrigo dicen que era también primo de Pelayo, quien todos sabemos que tendrá importante papel en nuestra historia; pero eso será en otra, no en ésta. La cosa es que, lo que se pretendía no funcionó, y el reino godo de Toledo se dividió estallando la guerra civil en la península  — no sería la última—
         Un año más tarde la situación se ha normalizado, los partidarios de Agila, vencidos han agachado las orejas acatando al parecer la nueva situación y los que no lo han hecho se han retirado junto a él  al nordeste de la península —alguno dirá que ahí empezó el separatismo—; todos menos Oppas, su tio y obispo de Sevilla —ya lo diría años más tarde aquel viejo hidalgo: “con la iglesia hemos dado”—. Oppas se ha ido a Ceuta –que sí, ya era cristiana–, donde junto al gobernador, un tal Olian o Julián, que lo mismo da, pactan con un joven imperio musulmán que, venido de las tierras al otro lado del Nilo, lleva casi un siglo enfrascado en eliminar lo que del Bizantino queda en la orilla sur del Mare Nostrum. Pactan, la forma de ayudar a Agila a sentarse en el trono de Toledo derrotando a Rodrigo y de paso llenar ellos la cartera, la bolsa o lo que diantres usasen los de aquellos años, para guardar los dineros. No sabemos que hizo que el tal Julián estuviese en contra del Rey; aunque una bonita leyenda habla de las correrías de Rodrigo tras la hija del gobernador, que bien podría ser la causa, seguramente ésta no fue tan romántica y debemos pensar más bien en el parentesco que algunos dicen existía entre los conspiradores, o en los que siempre la terminan liando; el dinero y el poder.
         Sólo había pasado escasamente un año desde que Rodrigo fue ungido como Rey de toda Hispania cuando un ejercito al mando de un tal Tariq desembarca en lo que más tarde y en su honor se conocería como Gibraltar (montaña de Tariq) –Una montaña con nombre de invasor está claro que nos iba a seguir dando quebraderos de cabeza— Avisado el Rey y tras una pequeña batalla en que las tropas de su sobrino son derrotadas, prepara para la defensa un ejercito capaz de enfrentarse a los invasores que ya cuentan con unos 10.000 o 15.000 soldados en terreno cristiano y se expanden hacia el oeste.  En unos tres meses Rodrigo consigue reunir un ejército que dobla en tamaño al del invasor y se dirige a su encuentro comandándolo. Pero no es oro todo lo que reluce en las filas del Rey; la urgencia en parar el avance musulmán ha obligado a reclamar ayuda de los nobles que fueron partidarios de Agila en la sucesión, que Rodrigo cree leales ante una invasión extranjera, y entre ellos forma Oppas y sus mesnadas.
        Estamos en pleno mes de julio del año 711, y las tropas del rey cruzan las aguas del Guadalete; —Este sitio nos vale a nosotros; aunque a día de hoy los historiadores siguen sin ponerse de acuerdo en si es la ubicación real— Al otro lado les espera Al Tariq lugarteniente de los ejércitos de Musa, gobernador del norte de África en nombre del califa de Damasco. Como siglos antes dijera otro general al cruzar un lejano rió, la suerte estaba echada; pero en este caso Rodrigo desconocía las cartas.



         Parece ser, según cuentan los cronistas de ambos bandos, que el cristiano disfrutó poco de su superioridad numérica y que nada más organizarse ambos frentes para la lucha, las alas del ejército de Rodrigo cambiaron de bando, perdiendo éste toda posibilidad de victoria y quedándose seguro con cara de lelo. Masacre y desbandada  definen lo que allí ocurrió en poco tiempo; parte de los defensores se reagruparon en Écija donde fueron barridos nuevamente y de otros se dice que huyeron más al oeste.
         No era la primera vez que un pretendiente al trono godo pedía ayuda allende sus fronteras para conseguirlo. Pero éstos que habían venido no eran los bizantinos del norte de África ni los francos del otro lado de las montañas con quienes alguna vez se pactó; fuese cual fuese el acuerdo, lo que encontraron aquí les gustó lo suficiente como para olvidarse de él y decidir quedárselo. En el 716 muere Agila escondido en sus reductos de la antigua Tarraconense y Septimania.
         El reino de Rodrigo había desaparecido, aunque paradojas del destino y tras la muerte de su esposa, su hija Egilón se casa con el nuevo gobernador de lo que llaman Al-Andalus y fruto de ellos será Ben Abd Al Aziz Omar, nieto de don Rodrigo rey de Hispania, que llegará a ser califa de Damasco.

Más o menos todos sabemos que unos años más tarde, en el 718 Pelayo el que creemos primo de Rodrigo, había empezado a hostigar a los musulmanes que se acercaban a las montañas asturianas y lo que despacito y poco a poco vino después. Pero, ¿y Rodrigo?, ¿qué pasó con Rodrigo?, nadie nos dijo que fue de él, y esto es lo que a mí me interesa. Unos cuentan que una vez acabada la batalla se encontró su caballo como un acerico repleto de saetas y dardos en la orilla del Guadalete y junto a él la armadura del rey. Otros hablan de una loca huida hacia el norte con la intención de reorganizarse para tratar de parar el avance del moro –sí sí, moro, de mauro, de la antigua Mauritania que no es nada despectivo o que no se pueda decir, como algunos se empeñan; otra cosa es la intención que cada uno quiera darle a sus palabras (aunque la verdad es que estos eran más bien árabes que moros) –. Lo primero que se quita a un herido en la batalla, es la armadura con el fin de ver la gravedad de las heridas y poder tratarlas, y cuerpo no apareció ninguno; de haber sido así, tanto moros como rebeldes se habrían encargado de que la “proeza” llegara a conocerse. Pensaremos pues que aunque quizás herido, huyó, y trataremos de seguirle el rastro.
         Los ejércitos musulmanes una vez que nos machacaron en el rió y después de hacer lo mismo en Écija continuaron su incursión hacia el norte lo que debió de impedir que Rodrigo se retirara en línea recta hacia Toledo y le obligó a desplazarse al oeste. El primer rastro que encontramos de él está en Sotiel Coronada, paso casi obligado en aquellos tiempos si querías cruzar el Odiel, gracias a su puente romano. Cuenta una leyenda que se escucha por aquellas tierras que, llegó Rodrigo junto a su guardia, malherido y seguido por los ejércitos invasores, y nada más pasar el puente se refugió en una ermita, donde murió. En aquel lugar encontramos hoy la ermita de la virgen de España que data del siglo VI, por lo que estar, estaba ya allí, y donde un placa cerámica moderna nos recuerda que otra, desaparecida, situaba en ese lugar la tumba del rey. Si hacemos caso a la gente de Sotiel, nos quedamos sin historia, así que seguimos buscando con rumbo de huída hacia el norte.



Sabemos que Muza, ese que dijimos gobernaba el norte de África, una vez supo lo bien que le iba a su lugarteniente, cruzó el charco y se puso en camino hacia Mérida. Si pensamos que lo hace siguiendo a lo que queda de la guardia del Rey y buscamos en esa dirección, nos encontramos con que si en esa época Rodrigo quería pasar el Tajo tan al oeste, debía de hacerlo por Alcántara, donde un solemne puente romano mandado construir por Trajano, se lo ponía fácil. Y mire usted por dónde, casualmente allí nos encontramos otra leyenda que habla de él. Según los alcantarinos, aquí llegó el rey godo y como consecuencia de sus heridas murió en la fortaleza que hacía siglos existía. Su cuerpo siguió rumbo norte pero aunque no se sabe muy bien el porqué ni el cómo, su espada quedó colgada bajo el más alto de los arcos del puente. Puente, y eso si lo sabemos seguro, que hasta el siglo XII fue conocido como “de la espada”. En el año 868 un tal Ibn Jarr, —o algo parecido—, viajero y cronista del mundo árabe, cuenta sorprendido la majestuosidad de la obra del emperador hispano, y que suspendido de él cuelga un sable intacto por siglos del que se desconoce la historia. Colega del anterior, el geógrafo Al-Zuhri, pero esta vez en el siglo XII, tras describir el puente de los césares, como él lo llama, nos dice que hay en él, o junto a él, una torre, y en su cima clavada en la piedra una espada que nadie puede sacar más de tres palmos y que al soltarla entra en ella como si lo hiciera en su vaina. A saber qué de verdad tiene la leyenda de la espada y cual de ellas; y a saber también de dónde sacarían los hijos de Albión la leyenda de la espada de Arturo.  



Otra vez nos hemos quedado sin rey; pero esta vez de entre las nieblas en las que se mezclan las leyendas con la historia, sacamos la batalla de Segoyuela. En el año 713 Musa conquista Mérida y continúa su camino hacia el norte, suponemos que acosando a Rodrigo. Éste se ve obligado a abandonar su refugio en Alcántara y sigue subiendo en nuestro mapa buscando protección en la Sierra de Francia, en la hoy provincia de Salamanca. Cuentan que allí, al norte de esa sierra y en los llanos junto al pueblo de Segoyuela de los Cornejos se libró la última batalla del reino godo en campo abierto. Hay historiadores que dicen que esta batalla tan sólo es una leyenda, pero también los hay que aseguran que nunca hubo ninguna invasión árabe. Lo que sí que es cierto, —sólo hay que ir y preguntar— es que a día de hoy, en el siglo XXI, aún esperan los chiquillos de Segoyuela que se sequen en verano las numerosas charcas que existen junto al pueblo, para ver si en una de ellas encuentran el anillo del Rey o su espada, que cuentan se hundió tras la derrota. Otros afirman también, que de la charca de Segoyuela surge, no sé qué noche de cada año, una mano que ofrece la espada a aquel que sea capaz de empuñarla contra los invasores. –¿Otra que nos robaron los ingleses?– Alguien debió recoger la espada ya hace años, pero de todas formas les advierto que son muchas las charcas que hay cerca de Segoyuela.



Los cronistas dicen que Musa una vez se hizo con el control de las tierras salmantinas, marchó hacia Toledo. Puede que estuviese cansado, puede que llegaran los fríos, pero también puede que esta vez sí hubiese acabado con el motivo de tanto correr hacia el norte.
Si desde este punto en que parecen terminar las leyendas que hablan del rey que resiste, nos dirigimos hacia el océano; nos encontraremos pronto con la que según algunos documentos al menos en el siglo XII ya se conocía como "Roderic Civitatem" (Ciudad Rodrigo) e igualmente descubrimos en la zona otras pueblos como Aldearrodrigo o Castelo Rodrigo. Si comparamos este hecho con otros semejantes como la abundancia de topónimos acabados en “del Cid” en la zona del antiguo reino de Valencia y tenemos en cuenta que aquella zona de Salamanca al igual que la de Sotiel son las dos de España donde más abunda el nombre de Rodrigo, a pesar de que hay quien habla de un conde llamado Rodrigo González Quirón que fue señor de aquellas tierras allá por el año 1100, todo ello nos da que pensar. —¿fue el Conde el que dio nombre a la zona o fue otro el que hizo que fuese común allí y por eso gustó a la señora Condesa-madre.
Al oeste de esta “tierra de Rodrigo” encontramos la ciudad romana de Beseo, hoy Viseu dónde una pequeña capilla restaurada completamente en el siglo XVIII llamada Sao Miguel do Fetal,  nos muestra una inscripción que reza “Aquí jaz Rodrigo, último rei dos Godos” y nos cuenta la última leyenda; según la cual, perdidas todas las batallas Rodrigo se refugió aquí donde pasó sus últimos años.
Sea como fuere, en Viseu se nos acaban las leyendas del rey que perdió su reino, su espada y su tumba.


lunes, 25 de julio de 2016

¡Y CIERRA, ESPAÑA!



Hoy es el día en que celebramos a Santiago apóstol, a Jacobo, sí, sí, a aquel que se paseó con su caballo blanco por la batalla de Clavijo, a matamoros, ¡uy, perdón! que ese nombre no es correcto ahora; a aquel a quien se encomendaban las tropas en Las Navas al grito de ¡Santiago! ¡Y cierra, España! Y por consiguiente no paramos de hablar del tema y podemos ver cientos de escritos de este tipo. Pero sobre todo se habla de esa frase, de ese “grito de guerra” o de ánimo y orden, que también yo he escrito; del significado de ese "cierra". Y es que con el tiempo, y la desmilitarización de la vida, el verbo cerrar ha perdido alguna que otra acepción. Pero vamos, que no voy yo a entrar en eso; investigue el que desconozca que ya he dicho que hay muchos que lo explican. Sólo digo que tal y como están los días, quizás sea cosa de que España vaya “cerrando”. Y usen ustedes aquí la acepción que más les convenga.

jueves, 14 de julio de 2016

NO ERA TAN TONTO EL CONDE

Estaba hace unos días viendo esa caja que a todos a veces nos emboba, cuando en una entrevista a uno de los que ahora llaman intelectuales y en otro tiempo cómicos, y como contestación a una pregunta sobre la época de Los Austrias; el que al parecer también se creía antropólogo e historiador dijo, que en aquellos siglos era facilísimo engañar a la gente, que tratar con ellos era como hacerlo con niños y por consiguiente fáciles de dominar. Parece ser que ahora está de moda pensar que los de antes, los que nos precedieron en aquello de pasear por el valle, eran más tontos o no sabían hacer las cosas; nosotros todo lo habríamos hecho mejor. No entraré a discutir esto, no merece la pena. Lo que si haré es narrar una historia que me vino a la mente en aquel momento.


Allá por los primeros años del siglo XVII vivía don Juan de Tassis y Peralta, II Conde de Villamediana personaje famoso en la Corte, Correo Mayor del Rey, gran poeta poco conocido por coincidir en su tiempo con Góngora, Quevedo, y otros muchos que oscurecieron su figura en ese campo; y tremendamente aficionado al juego, a la fiesta, y a las mujeres, quienes al parecer no se le resistían. —Sí, ya existían “vivillos” por aquella época— Cuentan de él numerosas anécdotas sobre sus supuestos amoríos con la Reina y sus juegos de palabras e indiscreciones en público. Pero no son éstas, que pueden encontrarse en cualquier parte, que recomiendo conocer y que no contaré por no alargarme, las que nos interesan sobre nuestro personaje; sino otra que seguramente un fraile trató de ocultar y por ello es casi desconocida.

Dicen que una buena mañana cuando el Conde se dirigía hacia la Villa y Corte, encontrándose ya en los arrabales y al pasar junto a la Iglesia de Nuestra Señora de Atocha, decidió entrar, —seguramente en penitencia por sus excesos pasados o por los que pensaba cometer— y al hacerlo encontró a uno de los frailes que junto a la puerta pedía limosna con un pequeño cestillo. Echó mano don Juan a su bolsa y tomando una moneda de oro la dejó caer en el tabaque. El dominico se lo agradeció diciendo: “¡Ah! señor habéis sacado un alma del Purgatorio”. —El de Villamediana que ya seguía su camino hacia el interior del templo, dio media vuelta y puso otra moneda.  “Ya librasteis a otra infeliz alma de sus penas”, —dijo el reverendo. Y así sucesivamente, una tras otra, entregó seis monedas de oro el Conde al cestillo del fraile mientras a la caída de cada una éste añadía: “¡Otra infeliz alma sale del purgatorio!” “¿Me lo aseguráis?”, dijo don Juan. “¡Oh! Señor, —respondió sin vacilación el fraile—, puedo aseguraros que ya están esas seis almas en el cielo.” “Pues devolvedme las monedas —añadió el Conde, al tiempo que las cogía del cesto—, que de nada pueden ya servir, porque si las almas entraron ya en el cielo es muy seguro que no han de volver a purgar.”


Creo sin duda, digna de conocer la historia de nuestro Conde quien murió asesinado quedando todo ello envuelto en el misterio. Fue como ya dije poeta, jugador, amante y loco pendenciero, pero de lo que estoy seguro, sobre todo, es de que no fue un tonto ni se le podía engañar como a un niño a pesar de haber vivido hace muchos años; o al menos, aquel dominico de Atocha no supo cómo hacerlo.

Romance escrito por Antonio Hurtado de Mendoza a la muerte del Conde de Villamediana:

Ya sabéis que era Don Juan
dado al juego y los placeres;
amábanle las mujeres
por discreto y por galán.
Valiente como Roldán
y más mordaz que valiente...
más pulido que Medoro
y en el vestir sin segundo,
causaban asombro al mundo
sus trajes bordados de oro...
Muy diestro en rejonear,
muy amigo de reñir,
muy ganoso de servir,
muy desprendido en el dar.
Tal fama llegó a alcanzar
en toda la Corte entera,
que no hubo dentro ni fuera
grande que le contrastara,
mujer que no le adorara,
hombre que no le temiera

miércoles, 29 de junio de 2016

¿EL MASCULINO OFENDE?

Leo o escucho constantemente que el uso del masculino ofende o puede ofender a determinados grupos. Y no, el masculino no es el que se usa, es el genérico que no siempre coincide. Yo siempre fui motorista y no puse pegas a lo supuestamente femenino del nombre ni escuché hacerlo a los ciclistas por ejemplo. Podría poner cientos de ejemplos más, pero cuando queremos encontrar problemas lo hacemos de todas formas. Si el que diseñó los semáforos por primera vez hubiese pintado falda al monigote se le habría llamado machista por diferenciar a los sexos o por presuponer que los pantalones son identificativos del varón; como no lo hizo se le acusó por lo contrario. Si queremos encontrar machismo lo haremos igualmente tanto porque se mencione la diferencia, como porque no se haga, y de eso nunca tendrá la culpa el idioma sino el machismo de nuestra mente. Es más, cualquier persona que analice con calma nuestra lengua verá que no tiene nada de machista. Sólo hay que ver esta última frase. (persona, calma, lengua, machista ¿Masculino?

domingo, 19 de junio de 2016

¿QUIÉN SALVA A LA REINA?

Contaban las malas lenguas y también una vieja de mi pueblo que debió de ser quien se lo dijo a Ramón J. Sénder que más tarde narraba algo parecido;  que allá por el final del siglo XVII en España, al igual que ahora en la Gran Bretaña, estaba prohibido tocar el cuerpo de la reina. Tan sólo las meninas podían rozar sus pies a la hora de calzarlos con los chapines, primos hermanos de las plataformas que algunas usan hoy. Lógicamente esta prohibición no incluía al rey, y Carlos II, aquel de quien más tarde se diría que estaba hechizado, parece que se tomó su trabajo para toquetear todo aquello que los demás no podían en la persona de María Luisa de Orleans. Asaltaba a la reina día y noche, en palacio o fuera de él, por aquello de que quizás el cambio de ambiente propiciase la fecundidad tan deseada; mandaba colocar carpas y otros tingladillos en los cotos de caza a donde acudían y buscaba más el momento del descanso junto a su reina gabachita que a la otra pieza objeto de la caza. Y es que la abuela tiene razón cuando dice aquello de que a todos los tontos les da por lo mismo.

Siendo todo esto del dominio público en la corte, ocurrió un buen día que el rey loco de amor por su reina a quien le gustaba montar a caballo, le regaló tres caballos alazanes traídos de Andalucía. Corrió ella a montarlos mientras su católica majestad la contemplaba desde el alcázar, con tan mala suerte que una de las bestias se encabritó lanzando a la reina por los aires, quien quedó sujeta al estribo por su pie izquierdo y se golpeaba contra el suelo al compás de los saltos del animal. Tan tremendo percance puso de manifiesto la impaciencia del rey a la hora de consumar allá donde se le antojaba; y es que la reina por facilitar la labor carecía de ropa interior, según todos los presentes pudieron ver mientras colgada del pie y con los ropajes en la cara mostraba el culo dando la vuelta al ruedo. Saltaron a ese “ruedo” donde se jugaban la vida, dos caballeros con la noble intención de socorrer a la consorte; pero llegados hasta él y frenado el alazán, dudaron si tocar el pie prisionero del estribo sabiéndose observados por el rey. Se miraron el uno al otro, al pie causante del problema y al resto que su majestad tan abiertamente mostraba, y tras persignarse y pedir ayuda a Dios, uno de ellos levantó el real cuerpo tratando de mantener la vista alejada mientras el otro soltaba el zapato enganchado. El rey ya no estaba en el balcón y se le oía gritar no sé qué de la horca por los pasillos del alcázar, la pena por tocar a la reina era una visita al cadalso y el espectáculo vivido era  aún más gordo; por lo que nuestros caballeros no se lo pensaron dos veces y tras dejar en el suelo a la de Orleans de la forma más pudorosa posible y usando los otros dos alazanes, huyeron al galope de la corte.

El cabreo del rey era descomunal y pedía a gritos el ajusticiamiento de aquellos dos que habían osado ver los secretos de la reina y tocado el cuerpo que tan sólo para él había sido creado. Sólo los descargos de don Gregorio de Bracamonte IV conde de Peñaranda y amigo al parecer de los afectados hizo calmar al monarca; quien si bien reconocía que se habían portado noblemente, también tenía claro que eran reos del delito de tocar a la reina. Por otro lado pensó el rey que todo habría sido de menor gravedad si la reina hubiese llevado ropa interior y que no lo hacía por complacerlo a él, por lo que en ese momento se sintió tan culpable como el que más.  Perdonó Carlos la vida a los dos atrevidos caballeros bajo palabra de mantenerse alejados de la corte y no mostrarse jamás a los ojos de la reina. Pero no puede quedar impune tan infausto hecho, decía. Así que tras larga meditación se condenó a la horca al causante principal de los hechos; se leyó la sentencia a la que el reo no alegó nada y minutos más tarde el corpachón del alazán andaluz se balanceaba en el especial patíbulo construido a tal efecto.
Si bien no se supo más de ellos, contaba la vieja de mi pueblo, que el rey Carlos no dejaba de ver a los dos caballeros por todas partes a donde iba, y que al tiempo que el comentario ruborizaba a la reina, a él lo comían los celos que debieron ayudar a su hechizo.

Las malas lenguas y esa vieja de mi pueblo cuentan esta y otras muchas historias que juegan junto a la línea que separa la historia de la leyenda y que tan difícil es de trazar. 

miércoles, 24 de febrero de 2016

EL SOLDADO MIGUEL

Quiso Dios, al parecer, llenar esta Patria nuestra de héroes, o al menos en otros tiempos. Aunque sin duda también se le derramó el bote de los gilipuertas sobre esta preciosa tierra y últimamente no paran de salir a flote. Son todos estos últimos los que dentro de unos días cuando conmemoremos la muerte de quien ahora nos ocupa lo tacharán de pendenciero, ladrón, aprovechado y hasta homosexual, que de todo eso he oído ya. Y no seré yo quien diga que no, pero sí recordaría aquello que dijo otro héroe acerca de estar libre de pecado para tirar la primera piedra. Y también pediría que cuando nos creamos historiadores e investigadores de lo oculto, juzguemos los actos en el contexto en que se realizaron; las cosas cambian mucho cuando te están dando palos.
Quizás por eso que intuyo que vendrá (espero equivocarme), o quizás porque al cumplirse 400 años de su muerte no veo que se le rinda el tributo que creo merece, he decidido contar algo de él y rendirle mi pequeño homenaje. A estas alturas ya la mitad de los lectores deberían saber de quién estamos hablando, si no es así la cosa es aún peor de lo que creía y más necesario hablar de ello. Sí, voy a hablar de Cervantes, pero no del escritor ni del Quijote, eso ya lo conocen hasta los jóvenes de los Institutos de hoy en día, a pesar de lo poco que se les enseña. Voy a tratar de ver al Miguel soldado a quien al igual que magistralmente empuñó la pluma, antes lo hizo con la espada.
No puedo plasmar aquí la biografía al completo pues necesitaríamos un nuevo Quijote o un Rocambole para contarla medianamente, pues así, como la vida de estos dos fue al parecer la de Miguel, llena de aventuras y sucesos que la condicionaron de tal manera que en multitud de ocasiones estuvieron a punto de dejarnos sin el más grande las letras. Voy directamente al fruto que quiero que probemos y aquel que necesite saciarse más, sé que no tendrá problemas a la hora de buscar dónde.
            Después de una juventud corriendo con sus padres de una ciudad a otra debido, al parecer, a la precaria situación económica de la familia y sus intentos de mejorarla, en 1566 los Cervantes terminan instalándose en la nueva capital del reino donde Miguel empieza en el mundo de las letras.  Pero quiso el destino, la mala cabeza de la juventud, los líos de faldas o vaya usted a saber qué, que tres años después nuestro joven Miguel se enfrentara en duelo a un tal Antonio de Sigura a quien hirió en el mismo y que como consecuencia de ello fuese condenado a sufrir diez años de destierro y la amputación de la mano derecha por hacer uso de las armas (eso eran condenas y no lo de ahora). A pesar de conservarse una providencia de Felipe II en que se manda prender a un tal Miguel de Cervantes por los hechos narrados, hay quien lo pone en duda y dice que no, que no se trata de él. Pues vale, pues bien.
            No debió de gustarle la idea de perder la mano, (y demos gracias por ello) así que a final de año nos lo encontramos en las tierras italianas de dominio español al servicio del Cardenal Giulio Acquaviva con quien a pesar de sus muestras de agradecimiento posteriores, está claro que tampoco se sentía en su salsa, ya que rápidamente y provisto de certificado de cristiano viejo ingresa en el Tercio del Maestre de Campo don Miguel de Mocada, compañía de Diego de Urbina. Está claro que no eran los antecedentes penales lo que se pedía por aquel entonces y que Felipe II a pesar de ser el soberano del mundo no conseguía que se le oyera mucho más allá de El Escorial donde debía de estar dando voces al maestro de obras.
7 de Octubre de 1571, la república de Venecia que ve peligrar su comercio marítimo debido al dominio de aquellos mares por parte del Imperio Turco y sus corsarios (los temidos Barbarroja y compañía) y el Papa en su constante lucha contra el hereje han convencido a nuestro rey, quien cree que después le tocará a la zona del norte de África que es lo que a él le interesa, para unir las flotas y borrar de la superficie de las aguas la estela de las naves del islam. Y allí, en el flanco derecho de aquella armada de más de 200 bajeles que comandaba don Juan de Austria, hermanastro del rey, hijo bastardo del emperador Carlos V y donde se encontraba toda la flor y nata de la milicia de la época, así como cuantos nobles, caballeros y dignidades pudieron hacerlo, (por aquel entonces ir a la batalla en defensa de Dios, de la Patria o del Rey aún era un honor perseguido, aunque más tarde se solucionó pagando para que fueran los pobres en su lugar) a bordo de la  Marquesa, galera de las del mando de don Juan Andrea Doria, en la cámara y enfermo de calenturas (dicen que de malaria) yacía nuestro mozo de veinticuatro años cuando avistada la flota turca se dispone todo para el combate. Don Juan de Austria cuentan que salta de galera en galera  (difícil de creer) levantado la moral a los hombres con una arenga que termina de esta manera: “Hijos, a morir hemos venido; a vencer, si el cielo así lo dispone. No deis ocasión a que con arrogancia impía os pregunte el enemigo ¿dónde está vuestro Dios?  Pelead en su santo nombre; que muertos o victoriosos gozareis la inmortalidad”

Ante semejante espectáculo que se avecina “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan los venideros”, escribiría más tarde Miguel, y teniendo en cuenta que si además salía mal en el mejor de los casos terminaría cargado de cadenas de por vida o en el fondo del Jónico, no es de extrañar que a pesar de los ruegos de sus compañeros y la indicación de su capitán para permanecer bajo cubierta, por no encontrarse en condiciones de guerrear o por ser la fuerza de socorro, que permanece bajo cubierta y aparece en apoyo en los momentos de compromiso, la que como soldado bisoño le correspondía (los lugares de riesgo y por tanto de más honor, son para los veteranos) dicen que Miguel (y existe testimonio escrito de ello) se puso en pie y rogó a su capitán que le colocara en el lugar más peligroso, y tras decirle éste que se quedara tranquilo donde estaba, repuso: “Señores ¿qué se diría de Miguel de Cervantes? En todas la ocasiones que hasta hoy en día se han ofrecido de guerra a su majestad, he servido como buen soldado; y así ahora no haré menos, aunque esté enfermo y con calenturas.”  Fue pues destinado con doce hombres a defender la zona del esquife una de las más importantes para el control de la nave y por tanto de las más atacadas. Empezada la batalla las galeras turcas que les superan en un cincuenta por ciento atacan entre otras a la Marquesa y allí, donde deseaba, en lo más recio de la pelea, en la zona del esquife, Miguel y sus compañeros de gloria reciben una lluvia de fuego de arcabuz que paran con sus cuerpos; recibe dos heridas en el pecho y una en el brazo izquierdo; tratan de apartarlo del combate mostrándoselas pero él henchido de bravura les grita “El soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga… Las heridas del rostro y de los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra” y ahí continuó hasta que terminó todo (justamente lo mismo que cualquier mandatario de hoy haría en defensa de los intereses de España).
Digan lo que digan quienes se encargan de quitar merito a los actos de los demás y a pesar de que la mayoría de los datos de que disponemos fueron narrados por Miguel o extraídos del interrogatorio (que se conserva en el archivo de indias) de testigos que el mismo y su padre aportaron para optar a un puesto de relevancia en América; debió de ser sin duda meritoria la actuación del joven Cervantes, cuando en una batalla en la que se estima intervinieron más de 100.000 soldados y en la que hubo más de 30.000 muertos y 14.000 heridos, el propio don Juan de Austria se interesa por uno de estos últimos, por Miguel y además le concede cuatro ducados de aumento de los de su paga. Y debieron ser grandes también las heridas sufridas cuando se temió su muerte primero y al parecer necesitó hasta seis meses para recuperarse en la ciudad de Messina. Paradojas del destino, condenado a perder la mano derecha por la corte de Felipe II, escapa y es en defensa de los intereses de éste cuando pierda la izquierda. Aunque no la perdió físicamente y parece ser que aunque inútil, tampoco lo era del todo; hasta el punto de que si bien lucía con orgullo el apelativo de “El manco de Lepanto” por lo que ello significaba, también es igual de cierto que había quien lo nombraba como “El manco sano”.
Cuenta una tradición popular que el Papa Pio V durante el tiempo que duró la expedición se dedicó al rezo del rosario y que el día de la batalla salió de su capilla anunciando que la Virgen había concedido la victoria a la cristiandad. Una vez se confirmó el triunfo sobre el hereje turco, instauró la celebración de la Virgen de las Victorias. Años más tarde Gregorio XIII cambio la denominación por la de Virgen del Rosario y desde entonces el 7 de octubre y en conmemoración de la victoria en Lepanto los católicos de medio mundo rezan el rosario aunque la mayoría de ellos sin saber el porqué.
Vencedor y más o menos manco en Lepanto, Miguel no se retira (no debía de existir aún el cuerpo de mutilados del ejercito o la pensión no sería buena) sino que continua en esa incipiente “infantería de marina” y en la que se le une su hermano pequeño Rodrigo. Junto a él y aunque tenemos poco que nos cuente lo que hizo, estuvo en las expediciones navales de Navarino y Corfú y lo que es más importante en la conquista de Túnez.

En la noche del 7 de octubre de 1573, dos años después de la gloria de Lepanto, una nueva armada a las ordenes de don Juan de Austria se aproxima a la costa de Túnez y junto a las ruinas de la antigua Cartago don Álvaro de Bazán manda desembarcar hombres y pertrechos, entre los 2.500 que lo hacen, los hermanos Cervantes, que al igual que el resto de valientes españoles supieron tomar la ciudad en poder de los corsarios berberiscos, sin un solo arcabuzazo. Repuesto el rey que había demostrado ser buen vasallo de España (aunque no tanto para los tunecinos) y mejoradas las defensas de la ciudad, la armada se retira ante el miedo a los vientos del invierno.

En el año 1575 Miguel parece que pretende mejorar su situación social y económica dentro de la milicia; consigue unas cartas de recomendación ante Felipe II del mismísimo don Juan de Austria y del Virrey de Nápoles en las que se alaba su actuación y con las que espera conseguir su promoción al grado de capitán. Así que el 20 de septiembre ambos hermanos embarcan en la goleta Sol con destino a los reinos de la península ibérica.
Parece ser que una tormenta separa a nuestra goleta del resto que componían la flotilla en la que buscaban protección y la obliga a navegar en solitario y el día 26 de septiembre ya a la altura de Marsella, dicen unos, o de la costa catalana según otros, (mucho correr me parece a mí) tres bajeles de corsarios berberiscos (pues la palabra pirata aún no estaba muy en boca) al mando de Arnaut Mami les dan alcance y tras una lucha encarnizada en la que entre otros muere el capitán de “la Sol”, los supervivientes son apresados y conducidos a Argel. Las cartas de recomendación que se encuentran en poder de Miguel, lo convierten automáticamente en presa importante a los ojos de su captor, lo que eleva el normal rescate exigido por cualquiera de 5 a 500 ducados (con el tiempo subiría aún más) pero también le conserva la vida en varias ocasiones y junto a su mano “semi-muerta” le libera del trabajo de galeote o del maltrato en la esperanza de cobrar tan rica suma por su persona.

            Podría decirse que aquí, y gracias a Arnaut Mami, termina la vida militar de los hermanos Cervantes, soldados de los tercios. Un albanés que renegó de su fe cristiana y se convirtió en uno de los corsarios más temidos del mediterráneo, (en manos de Juan, el abuelo de Miguel, que fue juez de la Santa Inquisición, podía haber caído éste). Si bien debemos añadir que como buen guerrero cumplió Miguel con esa premisa que tan en boca y en uso estuvo después durante la segunda guerra mundial y que dice que el deber de todo soldado prisionero del enemigo es tratar de escapar. Hasta cuatro veces intentaría la fuga, por tierra y por mar y si bien el castigo normal por ello era la muerte, sin duda el deseo de su dueño por cobrar el rescate, le mantuvo con vida.  Dos años después de ser apresados la familia consigue el dinero para rescatar a Rodrigo, pero no será hasta el 19 de septiembre de 1580 cuando a través de las ordenes rescatadoras su madre consigue el pago y la libertad de Miguel (otra persona a la que debemos el tener al más grande de las letras, por traerlo al mundo primero y por rescatarlo después).

            Cinco años de cautiverio habían pasado y diez desde que saliera de España. Vuelve para encontrarse una familia totalmente empobrecida a la que renunciando a su carrera militar tratará de sacar adelante, primero con un cargo en Ámerica que no consigue y después como comisario real de abastos para la Gran Armada que junto con otro cargo posterior de recaudador de impuestos lo que le reportarán será más presidio.
Hasta el siglo XVII no empezarán los Cervantes a ver el fruto de su obra literaria y si bien la aparición del Quijote en 1605 le dio la fama inmediata, no evitó que siguieran pasando con lo justo y no fue hasta poco antes de morir cuando Miguel supo a través de un censor que le envió el relato de una conversación en el séquito del embajador francés, que había creado algo nuevo y que contaba con el reconocimiento internacional a quien sorprendía que España no tuviese a aquel hombre en un pedestal. Al menos fue un pequeño reconocimiento en vida.
Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir…” Esto fue quizás lo último que escribió Miguel quien moría entre el 22 y 23 de abril de 1616

España nunca supo reconocer y premiar a sus grandes hombres y Miguel jamás pudo quitarse de encima el yugo de ser hidalgo, soldado y pobre; porque además como todos ellos nunca dejó de sentirse soldado y estar orgulloso de ello, como al menos yo deduzco de esa mezcla de amor y odio, en sus quejas y alabanzas en el discurso que hizo don Quijote de las armas y las letras y del que no siendo capaz de destacar un párrafo o de resumirlo, me veo obligado a adjuntar aquí al completo como muestra del pensamiento de su autor y que todo militar incluso de hoy estoy seguro entenderá.

CAPÍTULO XXXVIII
Que trata del curioso discurso que hizo don Quijote de las armas y las letras

Prosiguiendo don Quijote, dijo:

—Pues comenzamos en el estudiante por la pobreza y sus partes, veamos si es más rico el soldado, y veremos que no hay ninguno más pobre en la misma pobreza, porque está atenido a la miseria de su paga, que viene o tarde o nunca, o a lo que garbeare por sus manos, con notable peligro de su vida y de su conciencia. Y a veces suele ser su desnudez tanta, que un coleto acuchillado le sirve de gala y de camisa, y en la mitad del invierno se suele reparar de las inclemencias del cielo, estando en la campaña rasa, con solo el aliento de su boca, que, como sale de lugar vacío, tengo por averiguado que debe de salir frío, contra toda naturaleza. Pues esperad que espere que llegue la noche para restaurarse de todas estas incomodidades en la cama que le aguarda, la cual, si no es por su culpa, jamás pecará de estrecha: que bien puede medir en la tierra los pies que quisiere y revolverse en ella a su sabor, sin temor que se le encojan las sábanas. Lléguese, pues, a todo esto, el día y la hora de recebir el grado de su ejercicio: lléguese un día de batalla, que allí le pondrán la borla en la cabeza, hecha de hilas, para curarle algún balazo que quizá le habrá pasado las sienes o le dejará estropeado de brazo o pierna. Y cuando esto no suceda, sino que el cielo piadoso le guarde y conserve sano y vivo, podrá ser que se quede en la mesma pobreza que antes estaba y que sea menester que suceda uno y otro rencuentro, una y otra batalla, y que de todas salga vencedor, para medrar en algo; pero estos milagros vense raras veces. Pero, decidme, señores, si habéis mirado en ello: ¿cuán menos son los premiados por la guerra que los que han perecido en ella? Sin duda habéis de responder que no tienen comparación ni se pueden reducir a cuenta los muertos, y que se podrán contar los premiados vivos con tres letras de guarismo. Todo esto es al revés en los letrados, porque de faldas (que no quiero decir de mangas) todos tienen en qué entretenerse. Así que, aunque es mayor el trabajo del soldado, es mucho menor el premio. Pero a esto se puede responder que es más fácil premiar a dos mil letrados que a treinta mil soldados, porque a aquellos se premian con darles oficios que por fuerza se han de dar a los de su profesión, y a estos no se pueden premiar sino con la mesma hacienda del señor a quien sirven, y esta imposibilidad fortifica más la razón que tengo. Pero dejemos esto aparte, que es laberinto de muy dificultosa salida, sino volvamos a la preeminencia de las armas contra las letras, materia que hasta ahora está por averiguar, según son las razones que cada una de su parte alega. Y, entre las que he dicho, dicen las letras que sin ellas no se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas, y que las leyes caen debajo de lo que son letras y letrados. A esto responden las armas que las leyes no se podrán sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de cosarios, y, finalmente, si por ellas no fuese, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al rigor y a la confusión que trae consigo la guerra el tiempo que dura y tiene licencia de usar de sus previlegios y de sus fuerzas. Y es razón averiguada que aquello que más cuesta se estima y debe de estimar en más. Alcanzar alguno a ser eminente en letras le cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez, váguidos de cabeza, indigestiones de estómago y otras cosas a éstas adherentes, que en parte ya las tengo referidas; mas llegar uno por sus términos a ser buen soldado le cuesta todo lo que a el estudiante, en tanto mayor grado, que no tiene comparación, porque a cada paso está a pique de perder la vida. Y ¿qué temor de necesidad y pobreza puede llegar ni fatigar al estudiante, que llegue al que tiene un soldado que, hallándose cercado en alguna fuerza y estando de posta o guarda en algún revellín o caballero, siente que los enemigos están minando hacia la parte donde él está, y no puede apartarse de allí por ningún caso, ni huir el peligro que de tan cerca le amenaza? Solo lo que puede hacer es dar noticia a su capitán de lo que pasa, para que lo remedie con alguna contramina, y él estarse quedo, temiendo y esperando cuándo improvisamente ha de subir a las nubes sin alas y bajar al profundo sin su voluntad. Y si este parece pequeño peligro, veamos si le iguala o hace ventaja el de embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso, las cuales enclavijadas y trabadas no le queda al soldado más espacio del que concede dos pies de tabla del espolón; y con todo esto, viendo que tiene delante de sí tantos ministros de la muerte que le amenazan cuantos cañones de artillería se asestan de la parte contraria, que no distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al primer descuido de los pies iría a visitar los profundos senos de Neptuno, y con todo esto, con intrépido corazón, llevado de la honra que le incita, se pone a ser blanco de tanta arcabucería y procura pasar por tan estrecho paso al bajel contrario. Y lo que más es de admirar: que apenas uno ha caído donde no se podrá levantar hasta la fin del mundo, cuando otro ocupa su mesmo lugar; y si este también cae en el mar, que como a enemigo le aguarda, otro y otro le sucede, sin dar tiempo al tiempo de sus muertes: valentía y atrevimiento el mayor que se puede hallar en todos los trances de la guerra. Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina) y corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la merecía gozar luengos siglos. Y así, considerando esto, estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es esta en que ahora vivimos; porque aunque a mí ningún peligro me pone miedo, todavía me pone recelo pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la ocasión de hacerme famoso y conocido por el valor de mi brazo y filos de mi espada, por todo lo descubierto de la tierra. Pero haga el cielo lo que fuere servido, que tanto seré más estimado, si salgo con lo que pretendo, cuanto a mayores peligros me he puesto que se pusieron los caballeros andantes de los pasados siglos.